HISTORIA DE UN HERMANO

Lo encontré una noche en que los ruidos pasaban por mi lado en caravana interminable y en que las horas aldabeaban terriblemente a mi cerebro. Sentía la caricia aterciopelada del miedo y me acordé de mi mismo. Silencioso, para no quebrar el murmullo del cuarto, me incliné a mirarme por primera vez. Quedé aturdido; junto a mí había un hombre de rasgos imprecisos que sombreaba su boca con un gesto entre irónico y bondadoso. Pensé que adivinaba mi cobardía y tuve vergüenza. Invoqué con ardor al sueño para huir de puntillas del lado de aquel importuno; pero éste no vino, y quedé ahí, frente a frente, con mis ojos abismados... Fue él quien habló primero en una lengua que no entendí muy bien. Empezó a contarme su vida extraña con palabras suaves, envueltas de sugerencias, que me llevaban hasta la penumbra de sus ideas y que me hicieron enorgullecerme de mi elocuencia. Según él, había nacido junto conmigo y había vivido muchos años en un cuarto desalquilado que yo tenía allá adentro. Dijo llamarse Yo. Me causo placer su nombre por lo breve. Se quejaba del abandono en que lo había tenido, mientras se embozaba friolento en un paréntesis de corte muy elegante. Con respeto me excusé de no haber tenido conocimiento de su proximidad. Poco a poco dejaba de oír el traqueteo inquietante del insomnio envuelto en la charla del amigo inesperado. Mi estómago suspenso durante tanto rato en actitud de zozobra, comenzaba a expandirse con libertad y sentía como me iba aprisionando blandamente la garra de la familiaridad. Se fue la velada sin que lo advirtiésemos, y al venir el alba lo sentí tan grande, tan bondadoso y tan distinto a mí, que decidí llamarlo Hermano. Entrada la mañana nos levantamos. Ayudé a vestirse a mi Hermano y para entretenerlo le canté con inusitada alegría. Le sacudí cariñosamente el polvo, porque mi hermano traía mucho polvo en las espaldas; sólo un detalle me sorprendió cuando nos miramos al espejo antes de salir: él era alto, muy alto, de facciones apenas esbozadas y en sus ojos, ahí, parecía concentrarse toda su vida; yo era mediano de porte sin dejar por esto de ser garboso, mis facciones tenían formas rotundas, acabadas, y en mis ojos grandes, no había la vida de los de mi Hermano, pero sí tenían una expresión pareja de malicia muy decidora. Moví dubitativamente la cabeza y mi pensamiento siguió saltando con agilidad a los detalles de mi indumentaria. Salimos. A mi oído, el orgullo me soplaba un secreto muy agradable, y las gentes me miraban con curiosidad al ver mi cabeza tan levantada para alcanzar a charlar con mi Hermano Yo.

La vida cambiaba. Hacía seis meses que había llegado mi Hermano. Mis familiares se alarmaban al constatar mi retraimiento. De mi cuello prendía la campana de plata de los leprosos medioevales y todos se apartaban al verme en esa nueva compañía. Mis amigos, aquellos muchachos ingeniosos y volanderos nos acogieron con recelo. Yo trataba de ser con ellos habitual, pero mi Hermano era siempre inoportuno, hablaba delante de ellos las cosas que yo nunca le había comprendido y ellos lo medían de arriba abajo, con sonrisas inaccesibles, irónicas; porque mis amigos eran todos muy irónicos. Yo lo reñía por este defecto. El nada respondía, se quedaba mirándome con su gesto de cábala que concluía por exasperarme, y con frecuencia lo castigaba durmiéndome profundamente. Sin duda me contagiaba, pues en repetidas ocasiones me sorprendí una mueca reflexiva que rompía la expresión sana y regocijada de mi rostro. Todos estos desvíos me aislaban, y andando el tiempo constaté dolorido que yo engastaba muy mal en mi simpática y arreglada vida ciudadana. Sin embargo, aceptaba a mi Hermano porque en las inacabables veladas, hablaba y hablaba y su voz eufónica me arrullaba hasta sumirme en dulce sueño. Pero mi Hermano no supo abitar la monotonía ¡pobre de mi Hermano! Cierto día sentí un tic muy especial después de oírlo hablar durante largo rato; lo miré a la cara con mis ojos grandes, llenos de franqueza y con crueldad ajena a mi temperamento lo llamé “querido amigo”. El se entristecía cada vez que me oía repetir ese nombre y yo sentía crecer en mí ese tic, que lentamente se definía en una antipatía invencible, avasalladora. Y a pesar de todo, él seguía a mi lado.

Aquel día sufría más que nunca el peso de su compañía. Me convidó a vagar por los campos vecinos. Acepté gustoso alentando la esperanza de que su voz meliflua se diluyese en la diafanidad de la tarde. Más, no fue así, y su última conversación se me grabó con la nitidez de la comprensión. Hablaba con entusiasmo lleno de inspiración, de la altitud de las montañas, de la pureza de los cielos, y su palabra cálida subía azotada por la brisa fresca. Muy pocas veces bajó su vista hacía mí. ¿Cómo fue? Nos habíamos detenido en medio de la llanura, él guardaba silencio y contemplaba. Súbito me arrasó la idea del asesinato; no medité, me abalancé de un salto, fue la única vez que lo alcancé, y le oprimí el cuello entre mis manos robustas y bien cuidadas. Tardó muy poco en morir. Fue un fratricidio sobre el cual vi sonreír bondadosamente a Caín. Lo miré por última vez y reí con risa muy saludable. Así se iba mi Hermano Yo. Volví a la ciudad con el paso ligero y el espíritu levantado. Después... he recobrado la confianza de mis amigos y por las noches padezco con frecuencia de molestos insomnios.

René SILVA ESPEJO.