MARGINANDO

Si no fuera porque adjetiva un sentir general, y porque sus argumentos son los mismos que ha escuchado, en todas partes, no comentaría el artículo de la señorita Encina. Es verdad que la mayoría de sus razones no resisten el más débil análisis; es verdad que son retórica desnuda. Pero también es verdad que algunas de ellas deben responderse. Creo haber planteado esta cuestión no en terreno trasparente y definido. Sólo por ingenuidad o con torcida intención se puede afirmar que defiendo “los títulos contra el valer personal”. Si me referí a las dificultades que la señora Dey hubo de vencer para realizar sus estudios fué con el objeto de hacer ver que si la obtención de un título no significa nada en sí, la forma en que se verificó tal obtención dá la medida del valor personal del titulado, y, en consecuencia, valoriza también el título. «Se nace para esto o para aquello”. Estoy de acuerdo. Pero, precisamente porque se nace para esto o para aquello se le ama sobre todas las cosas; y porque se le ama, porque se desea poseerlo plenamente, profundamente, se viven todas las angustias y se realizan todos los sacrificios con una tenaz sonrisa de esperanza sobre el rostro cansado o dolorido. El amor crea, uno a uno, los merecimientos. Pero en esto nada puedo aseverar. Mi afirmación podría parecer parcial. Apelaré, a la palabra insospechable de la propia Gabriela Mistral. Gabriela escribe; «El liceo en Santiago, creo que corresponde con pleno derecho a la señora Dey». Y en otra parte: “Estoy absolutamente de acuerdo con usted en sus merecimientos para una dirección”. «No sólo es usted una profesora distinguida; es una gran mujer buena, un elevado y puro corazón, y la cuento entre la gente privilegiada que ha dado mi provincia. Y sin embargo la señorita Encina me tacha de apasionado! No es el único calificativo que se me ha aplicado. Alguien me acusó de insolente; y alguien arguyó que yo ignoraba los hechos y partía de una base falsa. Esto, además de interesante, es muy entretenido. Yo sé, y todo el que tenga ojos debe haberlo visto, que en mi artículo he colocado este asunto a una altura qué no es inferior a la de Gabriela. No quiero que la autora de “El Ruego” deba inclinarse para escuchar mi voz; y no quiero tampoco que mi voz tenga una sola vibración, que no sea honrada, que no sea serena, que no sea pura. Pero los hombres no pueden comprender que alguien, con el corazón pleno de equidad, alce la voz para manifestar su opinión cuando ella difiere del pensar común, y va a chocar contra algo o contra alguien que ellos, tácitamente han declarado intocable. Es el pasado de dogmas y de servilismo espiritual que revive en cada humano. Los decendientes de Eva creen ser libres por que han roto los ídolos y han tirado a Dios de los altares. No se percatan de que en su lugar han levantado mil pequeños dioses, de que siguen siendo fetichistas cerrados e intolerantes, como cualquier inquisidor de la época de Felipe II. Sólo la juventud, no por mérito propio, sino por ley natural, porque la vida no la ha apresado aún con sus innumerables tenazas de prejuicios y de intereses, se atreve, (no siempre) a mirar cara a cara, sin ningún respeto preconcebido, él pensamiento, o el hecho, o el hombre que ocupa momentáneamente el sitio dejado por los antiguos ídolos. Hay en ella una curiosidad virgen, audaz e irrespetuosa, que la impele a llevar el análisis y la discusión a todo, sin preocuparse poco ni mucho de la cara que pondrán sus semejantes. ¿Por qué extrañarse entonces que sea de sus filas de donde sale una voz aislada, que tiene su tonalidad propia y que manifiesta un pensamiento opuesto al pensamiento general? La admiración no debe llegar hasta el esclavizamiento de nuestra voluntad y de nuestra razón. Mi veneración hacia Nietzche no detiene mi protesta por sus ataques injustos a Wagner. Mi devoción por Beethoven no me impide ver la monotonía armónica de alguna de sus obras. Y si yo pudiera tener la convicción de que Dios existe, mi maravillamiento estupefacto ante su obra no seria obstáculo para que condenara el acto de tontería o maldad con que afeó y entristeció la vida al crear el dolor y la muerte. ¿Por qué entonces mi admiración y mi respeto por Gabriela Mistral me han de vedar el análisis y la censura de una medida que se relaciona con ella? Francamente, no puedo comprender que la admiración o el afecto, o la adhesión sean incompatibles con la claridad de visión y con la libertad de juicio.

FERNANDO G. OLDINI.