Al margen de una Carta

Apenas conocida la carta–abierta que me dirige el señor Carlos Vicuña, en respuesta a varias observaciones que formulé a su folleto en mi breve comentario publicado en éstas mismas columnas, me di a releer el artículo que merecía una réplica tan hiriente e injusta como la que suscribe este digno caballero. Lo leí con calma, tranquilidad y detenimiento, y a pesar de mis esfuerzos me fue imposible encontrar un solo término que pudiera estimarse ofensivo o molesto para el autor del folleto, talvez porque creí que el empleo de ellos es cosa “desusada en toda controversia filosófica o científica”. De ahí que me haya extrañado en grado sumo que el señor Vicuña no vacile en llamarme histrión y enmascarado, por haber cometido el horrendo delito de no poner la firma al pié de aquellas líneas. Esto, para mí, lejos de merecer una dura contestación, es únicamente digno de una piadosa sonrisa. En efecto, que importancia puede tener el hecho de que un artículo vaya o no firmado, si la persona que lo escribe nunca rehuye la responsabilidad que pudiera caberle por sus juicios y afirmaciones? ¿Por qué ha de ser menos sincero, o menos digno de tener ideas, el hombre que firma con seudónimo, que el que firma con su nombre? Según esta novísima teoría una opinión es más sabia y más verdadera, no tanto por la solidez de la argumentación cuanto por el prestigio y el valor del nombre. Siendo esto así, ¿qué diría el señor Vicuña si yo lo emplazara para que hiciera la presentación de títulos que acreditaran el usufructo de una renta de cien mil Carlo Magnos, –esas esferas circulares de que tan donosamente habla Edgardo Tagle–, a fin de tomar en serio sus ideales? Con este positivo modo de razonar a poco más el señor Vicuña va a exigir que todo individuo para que opine con sinceridad, debe ser hijo legítimo de hombre y de mujer.

El señor Vicuña dice en su carta que he faltado a la verdad y alterado profundamente sus conceptos. Lo que hay de cierto en esta doble acusación, es que el señor Vicuña se ofusca y paralogiza en la misma forma lamentable que lo hace en todo su folleto. Voy a demostrarlo copiando íntegra una de las conclusiones presentadas por el señor Vicuña al Directorio de la Federación, y respecto de la cual me acusa de haberla adulterado: la número 30 dice a la letra: Deben canalizarse los ríos y aprovecharse los terrenos de sus lechos para la agricultura. En mi comentario anterior decía: el señor Vicuña sostiene que si el gobierno procede a canalizar los ríos, y aprovecha sus lechos en el cultivo intensivo de productos agrícolas, bellotas, rábanos y zanahorias, ganaría enormemente la cultura y moralidad de los trabajadores. ¿Cuál es, pregunto yo, la contradicción profunda, la alteración de fondo que hay entre la conclusión presentada, y las deducciones que de ella se han derivado? Quién no mire a través de un fanatismo doctrinario no encontrará la pretendida alteración o diferencia. ¿No se desprende como algo natural que fluye por consecuencia lógica, el hecho de que habiendo mayor producción de alimentos –y el rábano a pesar de su gusto salobre, es un alimento sano y nutritivo,– menor será la preocupación del trabajador por las mezquinas cuestiones económicas y materiales, y todo su tiempo lo podrá dedicar al aumento de su cultura y moralidad, en el estudio y conocimiento de las ciencias incluso de los principios incontrovertibles del positivismo religioso?

Ahora que el señor Vicuña estime excesivo que yo manifieste que ha atacado a los corifeos de la revolución, es algo que realmente no me explico. En la página 12 de su folleto declara que los principios de la I.W.W. son falsos, criminales y predicados de mala fe. Pues bien, así como una persona que se dedica a la abogacía es abogado, médico quien ejerce la medicina, loco quien está en la Casa de Orates, positivista quien predica los postulados de esta secta, así también el lógico que sea criminal o criminales la persona o personas que propagan y defienden principios criminales. Si esto no es claro como la luz meridiana, quiere decir que el señor Vicuña hace acrobacia mental y juegos malabares con la lógica. ¿Cómo opinar entonces que se ha alterado la verdad?

Sin embargo, me satisface que el señor Vicuña reconozca que no he sido desacertado en mis reparos a su folleto, ya que en la parte última de su carta, refiriéndose a una anotación que yo hacía sobre el dogma positivista, está de acuerdo en aceptar que necesita ser rejuvenecido, bastando para ello con agregar “los últimos descubrimientos de la ciencia tales como la telegrafía sin hilos y la aviación.” Sería para mi un verdadero placer discutir con el señor Vicuña sobre los interesantes problemas que se relacionan con la cuestión social. Pero, antes que nada, habría para ello necesidad de que el señor Vicuña aclarara ciertos conceptos abiertamente contradictorios que emite en su carta y en su folleto, porque, de otra manera, sería difícil que llegáramos a entendernos. En la página 12 de su citado folleto, sostiene que “cada hombre tiene el deber de predicar lo que cree la verdad”; y en la aludida carta de marras, repite más de una vez “que cada cual debe juzgar al mundo según la medida de su propio corazón y la capacidad de su propio espíritu”; y que “el mundo está entregado a la disputa de los hombres.” Si esto es así, no cabe referirse a que los dirigentes de la I.W.W. sean criminales y obren de mala fe, ya que ven al mundo y lo juzgan de conformidad con lo que creen la verdad de sus principios y de acuerdo con la capacidad de su propio espíritu. Si no hay oposición y antagonismo en amalgama de palabrería, resisto a comprender la argumentación lógica del señor Vicuña.

Los anarquistas no aceptan –y esto es la base fundamental de su filosofía– la ingerencia o intromisión de ninguna fuerza, poder, o gobierno, así se limite su papel al manejo o distribución del crédito, en la organización de la nueva sociedad que preconizan. La experiencia histórica, aparte del conocimiento teórico y doctrinario, que les ha dado el estudio de las ideas sociales y políticas en que descansa el actual sistema de relaciones humanas, les ha demostrado también que la existencia de toda autoridad o gobierno, cualesquiera que sea, ya el de un solo hombre o el de una colectividad, es nocivo y perjudicial para el desarrollo libre y completo –hasta donde lo permita el determinismo de la herencia y el del ambiente– de la personalidad individual: De consiguiente, ¿cómo sostener que no hay oposición entre el libre acuerdo anarquista y el principio de autoridad o gobierno? ¿Hay o no justicia en decir que se desbarra, y se hacen mescolanzas doctrinarias de cosas que no se entienden? No basta ser erudito, y no erudito –que significa hombre de conocimientos superficiales– como lo dice Edgardo Tagle, para pontificar sobre cualquiera cosa; hay también que meditar sin ideas fijas y preconcebidas sobre lo que se lee para no hacer confusiones.

Duros ataques merece al señor Vicuña el único principio noble, puro, y digno de tomarse en cuenta por su carácter revolucionario y anárquico, que se anota en la Declaración de Principios de la Federación de Estudiantes: “El hombre tiene derecho a vivir plenamente su vida intelectual y moral”. ¿Quién podrá negar este derecho, y en virtud de qué? El hombre no ha venido al mundo para ser adorador de ídolos o esclavo de fetiches –Dios, Patria, Humanidad, Moral, Propiedad, etc.– no; ha venido para gozar y desarrollar ampliamente su vida; para ser su propia individualidad, vale decir, para ser su propio YO. Por haber olvidado este principio liberal, es que hoy día lo vemos sacrificándose por mezquinos y ruines intereses colectivos: vegeta convertido en manso y tranquilo ciudadano electoral, o en simple máquina elaboradora de productos; en ambas situaciones rinde tributo a la majestad de la ley y a la santidad del Estado; es decir, siempre supedita su libertad individual a la conveniencia colectiva. De ahí que como asalariado no deba protestar de la explotación de que se le hace víctima, y como soldado no deba sublevarse contra la tiranía y despotismo de quienes lo obligan, en aras de esa abstracción que se llama patria, a tomar el fusil para que saquee la habitación del hermano que vive al otro lado de una línea fronteriza cualquiera, viole mujeres y asesine a sus semejantes. Combatir el derecho que tiene el individuo para vivir plenamente su vida, es propagar la renunciación a la libertad y a la dignidad personal, es proclamar la vuelta a la esclavitud; es retroceder al estado teológico del que felizmente ha logrado en parte liberarse la humanidad. Esto es lo que persigue el señor Vicuña cuando establece su famosa escala positiva de supeditación, que, partiendo del individuo termina en la Humanidad; esto es lo mismo que dicen esos frailes reaccionarios y atrasados de todas las religiones, sagradas y profanas, cuando predican que el hombre debe posponer su interés individual, al del Estado, al de Dios, al de la Ley. ¡Y todo esto en nombre de una doctrina moderna y llena de novedades!

Termina el señor Vicuña su carta abierta con una salida sentimental encaminada a captar las simpatías de los lectores; habla de que no sólo no ha estado nunca de parte de la burguesía sino de que en toda oportunidad la ha combatido. ¿Qué demuestra toda esta declamación, pregunto yo? ¿Se prueba acaso que no es hablar perturbado por la pasión decir que los principios circunstanciales de lucha de un determinado organismo sindical, son los orgánicos para la vida de una nueva sociedad? El mérito o demérito de una actitud, no demuestra que se conozca la verdad de los hechos, cuando se afirma que la utopía anarquista se ha extendido a causa de los atentados terroristas; ni explica tampoco que no haya un abismo entre el principio de autoridad y el libre acuerdo anarquista. El señor Vicuña talvez sea un eximio vulgarizador de los postulados positivistas, pero convenga en que explica muy mal las teorías revolucionarias.

PANTAGRUEL.