VIDA OBRERA

Lo que va de ayer a hoy

Cuenta la Historia que Aníbal lloró desesperadamente sobre las ruinas de Cartago, ciudad natal del gran guerrero de la antigüedad, destruida por sus implacables enemigos, los romanos. Parodiando al guerrero cartaginés, los latifundistas de Chile lloran a lágrima viva sobre la llamada por ellos ruina de la agricultura. Al hacer la enumeración de las causales de esta ruina, no podían faltar los subversivos como factor preponderante en el desastre de los pobrecitos agricultores. Así lo hacen notar expresamente en carta dirigida al Presidente de la República, a que el Primer Magistrado ha dado respuesta pública, concurriendo con ellos en culpar a los agitadores en el malestar que pesa sobre la industria agrícola. Aludiendo a un orden que nadie altera, a una propiedad y una vida que nadie ataca, el Presidente de la República se expresa así: «Y habré, ante todo y sobre todo, de mantener el orden y la seguridad de la vida y de los bienes en la «ciudad y en los campos; porque el respeto a la propiedad y el derecho al trabajo son el fundamento de la «prosperidad de las naciones». Cuando los Consejos organizadores del proletariado rural han llevado desde la ciudad un rayo de luz a sus hermanos de los campos, no los ha guiado el espíritu de trastornar el orden, ni atacar la vida ni la propiedad de las personas. Su objeto se ha informado en un trabajo de organización puramente defensiva. Mientras el proletariado industrial y fabril de las ciudades se organiza y continúa organizándose, para defender su vida del pulpo capitalista, el de los campos estaba a merced de la lujuria sin freno de los explotadores de la ignorancia: el Hacendado, el Cura y el Juez. ¿Será necesario repetir lo que se saben al dedillo todos los que conocen cómo se manejan los señores hacendados respecto de sus inquilinos y peones? ¿Será necesario puntualizar la cuantía del salario? ¿Será preciso poner de manifiesto que la calidad y cantidad de las raciones no guardan proporción con el brutal esfuerzo que exige el cultivo de los campos de labranza? Si algunos hacendados –muy pocos por cierto,— dan a sus peones e inquilinos un trato más humano, es porque al fin han comprendido que eso está en su propia conveniencia, puesto que la obra de un peón bien pagado y mejor alimentado, es, por razones obvias, muy superior a la que realiza uno que no alcanza estas condiciones. Pero el egoísmo mal comprendido de los cuatro quintos de los hacendados, no les ha permitido compenetrarse de estas verdades, y continúan aferrados a la vieja rutina de la galleta de afrecho, a los legendarios 40 centavos para el peón, y al negocio leonino de adueñarse de la cosecha del inquilino a vil precio... Romper con la estulticia tradicional de los latifundistas, y obligarlos por medio de la organización de los labriegos a ser más humanos, a marcar el paso con las ideas del siglo, no es, no puede ser, atentatorio contra el orden, ni contra la vida, ni contra la propiedad. Por consiguiente, la de S. E. es una declaración sin base alguna en los hechos reales. Habla también en el mismo párrafo que comentamos del derecho al trabajo; y ya sabemos lo que significa este derecho en la práctica. Vamos al caso. La mayoría de un gremio ha votado la huelga, porque así lo estima de razón y de justicia. Pero hay una minoría, acaso una ínfima minoría, que, por halagos, por cobardía, o por cualquiera otra circunstancia, no está conforme con el paro y no secunda a sus compañeros. Según la libertad burguesa del trabajo, estos hombres tienen derecho a romper la huelga, tienen el derecho a la traición, tienen el derecho a inferir un daño al mayor número, un daño cierto, positivo, presentándose al trabajo y favoreciendo la resistencia de los patrones a las normas de la equidad. Si este es el pensamiento de S. E. tendremos que convenir en que S. E. traiciona a los obreros.

Más adelante el Presidente de la República agrega:

«Condeno en la forma más categórica la obra de los agitadores y perturbadores del orden y del trabajo y los considero como enemigos del pueblo y enemigos del progreso de la República. Son sembradores de odios que entorpecen la campaña de concordia, de armonía y de amor que vengo predicando para cimentar sobre estas bases la grandeza del país. Invito a todos los hombres de bien que necesitan del trabajo y desean la tranquilidad de sus hogares a que se unan a una acción de propaganda y de solidaridad social en contra de los agitadores que a veces son elementos indeseables arrojados de otros países y a veces hombres sin conciencia que explotan la buena fe del pueblo». Al leer estas palabras de S. E., uno se figura estar escuchando a la reacción que habla en el Senado por boca de los senadores Búlnes o Barros Errázuriz. Si no estamos equivocados, parece que no hablaba así el candidato a la Presidencia de la República, señor Alessandri. Al contrario, nos pareció oír, más de una vez, sus reiteradas declaraciones en favor de las libertades públicas, y expresar el concepto de que las opiniones, por avanzadas que fuesen, jamás podían constituir delito. Apenas han pasado seis meses, y ya debemos tomar nota, con el alma apenada, de las veleidades en que la diversidad de circunstancias hace incurrir a los hombres, aún a aquellos que, por su encumbrada situación, parecen invulnerables al interés político del momento. El señor Alessandri cree contar con la mayoría del pueblo. No se lo discutimos. Pero las mayorías, como los hombres, son también veleidosas y mutables. Y no sería raro que en el curso de los acontecimientos, y dando el señor Alessandri forma concreta a sus declaraciones de prensa, los idólatras de hoy concluyan por quemar el ídolo. En el coro de alabanzas que halaga los oídos y la vanidad de S. E., nuestra voz debe desafinar horriblemente. ¡Qué le hemos de hacer!

M. J. MONTENEGRO.