La Descomposición Moral de un País

APUNTES Y OBSERVACIONES

El Director del Pedagógico. Uno de los mejores casos sintomáticos. Hará cosa de seis meses que vacó en definitiva la dirección de aquella escuela universitaria. Como se hallaban entonces tan de moda los problemas educacionales, no faltó ciertamente boquirrote que no opinase sobre los méritos que debería reunir la persona encargada de dirigir aquel plantel, sobre el cual, por otra parte, parecía estar pesando una larga jettatura espantosa, como que sus dos últimos rectores habían sido un taquígrafo y un Lingüista—es decir, justamente lo antitético de una sólida cabeza organizadora. ¡Pero qué importaba! Ahora el juicio era universal y todo se iba a enderezar: el Pedagógico era el más valioso laboratorio educacional y su jefe no podía ser cualquier estropajo burocrático, solemne y vácuo. Antes bien, ¡era premioso buscar algún recio varon de mente acogedora y alma fervorosa, etc., etc. Hasta el Presidente de da República (claro, ¿cuándo hubo sermón sin San Agustín?) se permitó un día insertar en la prensa tamaña epístola, en la que públicamente afirmaba estos mismos conceptos. ¿Podía pedirse algo mejor? Pues bien, otro día le presentaron a este funcionario, para su designación, el hombre de cierto sesudo sabio teutón, co-fundador del Pedagógico y autor de una infinidad de volumenes, pero el Primer Magistrado rechazó con indignación siquiera la posibilidad de tal nombramiento. Aquel sapiente anciano no llenaba los altos atributos exigidos (y además no era chileno…): bien podía entonces continuar, en el silencio de su anonimato, entregado a su inofensiva manía de recolectar bichitos raros y hierbas medicinales… Estas declaraciones armaron ¡claro! una grita horrenda, pero en general la gente, filosóficamente, se dijo: ¡vaya! al tercer año de gobierno, este Presidente se inicia realizando lo que promete… ¡Vana ilusión! Han pasado desde entonces, lentamente—ancianos desvalidos—muchos días y muchos meses; la designación anhelada, no se ha hecho, y entretanto, desde Diciembre último, se encuentra al frente del Pedagógico, dirigiendo su desorganización tremenda, una persona que si para algo vive todavía, debe ser sin duda para vergüenza de los demás hombres: Don Enrique Nercasseau y Morán, católico y purista. A pesar del lapidario juicio de Mac-Iver que pesa sobre él—'Nercasseau es el hombre que sabe mayor cantidad de cosas inútiles en Chile'—, nosotros no osamos discutir sus merecimientos intelectuales. Puede este valetudinario sapientísimo conocer a maravillas el idioma, y haber compuesto espléndidas Crestomatías, y traducido primorosamente a Merimée, y hasta asegurar que nuestra Mistral vale lo que la Papisa Juana; puede todavía este gramático furibundo saber mejor que nadie porqué uno debe decir jardinera y no góndola; cubilete y no cacho; tinglado y no garage; piloto y no chauffer; emparedado y no sandwich; más aún, puede hasta ser autor, a semejanza del chusco andaluz de la comedia quinteriana, de voluminosos tratados sobre el Dativo Lá, o las diferencias que van del Lé al Ló. Puede el señor Nercasseau saber eso y mucho más. ¡Qué se le va a hacer, después de todo, a la paciencia obstinada y al talento detallista! Pero nada, absolutamente nada de eso vale entretanto, para compensar lo que el señor Nercasseau no tiene y acaso no ha tenido jamás: compostura moral; decencia, limpieza espiritual. ¿Quién es, en efecto, este caballero, visto con la pupila desnuda y descrito en un lenguaje limpio de todo tapujo y eufemismo? Hemos de decirlo: un ebrio consuetudinadinario, que no obstante todo su equilibrio cerebral de intelectual remolón a hispanizante, jamás logra conservar en la calle pública el otro equilibrio—el corporal—, y como un simple derivado de aquello, un purulento además, cruzado de vendas, que hace pensar a veces, con horror en el santo terrible de Huss. Pero ¡ay! esto no es todo: el actual Director del Pedagógico ostenta también otra marcha que ofende y repugna como la que más: la de su lubricidad senil! Porque en efecto, quienquiera que haya asistido, una vez siquiera, a las lecciones de este anciano—a quien por otra parte desearíamos ciertamente ver limpio y respetado—sabe que invariablemente comienza él por guiar la atención de sus oyentes hacia los pasajes más cálidos de la obra en lectura, para continuar en seguida alardeando de que a él, por fortuna, ningún vicio, en absoluto le es extraño; y para concluir por último—ira de Dios—recorriendo con sus torvas manos chuñuscas los brazos desnudos de sus alumnas más agraciadas.

¡Terrible caso, pues, el de este septuagenario que supo, con admirable destreza, vencer todos los vicios… gramaticales, pero en quien también todos, pero todos los peores vicios mundanos han sabido arraigar con furor! Es ingrato en realidad, tener que ocuparse de estas cosas, pero es también indigno silenciarlas nada más que para acatar la sucia hipocrecía farisaica que preside todas las manifestaciones de nuestra vida colectiva. Y lo es más, cuando estas situaciones ocasionan daños apreciables con sólo mantenerse, y cuando su generación sólo ha sido posible por la cobardía de unos—los que las sufren y por la invencible afición a la mentira y la doblez de los otros—los que las crean. Porque, como es notorio, el proceso que siguió a la esperada declaración de acefalía de la Dirección del Pedagógico fué el de siempre: muchas declaraciones ampulosas, cartas que van y vienen, copiosa formulación de buenos propósitos, para luego ver, con dolor, que todo eso era nada: fuegos artificiales, polvareda, humo, etc., o lo que es, talvez, peor: el nombramiento de un macaco libidinoso y averiado para jefe de la propia casa donde se plasman, momento a momento, las conciencias orientadoras del Chile futuro! ¡Y si esto, fuera, en realidad lo peor! Pero no lo es. Porque, como se ha visto, nadie ha sabido hasta aquí decir, frente a esta desvergüenza grosera que dura ya medio año, la obligada palabra viril de condenación. Aunque es también explicable que lo uno ocurriera a continuación de lo otro. ¿Quién puede decirla, en efecto, con altura y eficiencia, en una pobre nación de gobernantes sin ideales, de funcionarios contentos y de ciudadanos indiferentes, extraviados si no en el esceptismo, en el cansancio o la abyección?

A. V. C.

Santiago, Junio 12 de 1923.