GLOSAS DE LA CIUDAD

El dolor de los otros A mi lado era una sombra negra y alta que hablaba y hablaba. Hablaba de una tristeza amargosa e indefinida que socavaba la inquietud de su existir. Me trataba de hacer comprender que no sólo hay la angustia del hombre que nada tiene; él lo tenía todo. Y sin embargo algo desmoronaba insensiblemente su vitalidad. Pero yo comprendía que era aquello una compensación natural. Son tantos los hombres que nada tienen y que sufren taladrados por el deseo y la necesidad que ese excedente, ese peso negativo del dolor de la miseria humana, se descarga sobre los otros que no debieran sufrir. Es la ley inevitable, el equilibrio de la naturaleza que pesa como un yugo sobre los hombres y los hace buscar una nueva justicia que anule el sentimiento de dolor común a los muchos y purifique la felicidad de los otros, fundiéndolos, igualándolos en la armoniosa ritmación de la vida.

Agencias Como los días son largos y más que nunca a esta hora, me interno en las calles del barrio. Ya se ha abierto el inmenso paraguas de la noche, y por sus roturas empiezan a temblar, tímidas, las primeras estrellas. Por las ventanas de una casa salen chorros de una luz lechosa que más bien ensucia que alumbra la calle. Me acerco; es una agencia. Mujeres, mujeres, siempre entran mujeres; caras deformadas sobre la costura incesante, pies vacilantes que entran con miedo. Debajo de los mantos obscuros se esconden los objetos, lo más nuevo, lo mejor, lo único que relumbraba alegremente en el hogar ensombrecido de miseria. En el horror de la vida que sufre y calla, estos seres parecen navegantes que van al naufragio fatal, irremediable, sin violencia ni rebeldía, sumergiéndose en la fatalidad. Llegan hombres agachados, adolescentes bestializados taller adentro, que traen sus útiles de trabajo o sus mejores ropas. Un acaso cualquiera, enfermedad, cansancio, detuvo en ellos el impulso maquinal del cuerpo que trabaja. Y esta casa, esta maldita casa, va absorbiendo mientras tanto los últimos recursos, las últimas fuerzas. Desde adentro viene un sucio olor de ropas y cuerpos, de miseria amontonada, que sale y se esparce por la ciudad con estos hombres que seguirán mañana fabricando dinero para los que hacen leyes y hablan de deberes... Deberes... Arriba, en el cielo, se encienden las estrellas como puntas de mechas de no sé qué dinamitas cosmogónicas.

Oración de los pobres hombres La belleza y el espíritu no tienen poderes capaces de aniquilar en nosotros, nuestra vida hecha de sensaciones exteriores. Nunca podremos ¡oh, Walter Pater! fundir en el sonido y el color el terroso dinamismo de una existencia que va pegada al suelo, inmensamente ausente de tus fiestas interiores. No seguirán nuestras almas las paganas rutas de Gastón de Latour o de Emerald Uthwart; seguirán viviendo, como hasta ahora, junto a la tierra erizada de casas grises, bajo un cielo que siempre tiene los mismos colores. Cuando éramos niños, en la edad en que tú, Florián, amabas unos valles del norte en que entre una bruma perlarosa se estremecían las estrellas de Dios, nosotros teníamos enturbiados los ojos por la maldad de un trabajo prematuro y solitario. A veces, sobre los tejados, elevábamos volantines multicolores que llevaban al cielo algo de nuestras pobres almas. Tú no sabes, pagano Florián, cuánto amábamos esos juegos, esos papeles blancos y verdes que tan luego el viento y los árboles rompían. Pero la infancia, de pies descalzos, pasó y pasó también la juventud que ni siquiera incendió nuestras almas con su lámpara alada, Y ahora somos hombres, hombres como todos los otros, sin dolores propios, sin ensueños voladores. Vivimos en anchas ciudades en que las fábricas nos envenenan el cuerpo, ya sin espíritu, ya disgregado. Nada puede el divino temblor de la música sobre nuestros oídos, anulados en el resonar de las máquinas que matan; nada puede el color libre y desnudo sobre nuestros ojos obscurecidos por el humo y el polvo de las chimeneas y las calles. Y nada podrá jamás la belleza doliente de tu siglo contra este dolor de hombres, aniquilados por los hombres mismos, acorralados y deshechos en un vivir de miseria y de hambre. Son como nosotros, somos iguales e iremos viviendo la vida, anclados en la tierra, sin conocer jamás la divina sabiduría de tu siglo bárbaro y lejano.

PABLO NERUDA.