Crónica de Patrioterópolis

COSTUMBRES PARLAMENTARIAS

Como es ya del dominio público, Patrioterópolis está sabiamente legislada por una Cámara compuesta de ciento dieciocho diputados elegidos por razones de peso. Y esta Cámara se dedica a trabajar con tanta mesura y pulcritud que, en las postrimerías de 1922, todavía está estudiando esforzadamente el presupuesto de los dineros que debieron invertirse en el curso del año. Naturalmente, esto de debe al prudente anhelo de hacer bien las cosas, porque como dice con sagacidad un economista checo-eslovaco “chi va piano, va lontano”. Pero los descontentos –que ¡ay! nunca escasean en Patrioterópolis– aseguran que el atraso obedece sencillamente a la inopia y al egoísmo de los representantes soberanos del pueblo. Por fortuna tal calumnia es repudiada empeñosamente por todos los ciudadanos que sienten latir en sus pechos un sosegado y virtuoso corazón. Aquellos que acusan de egoísmo a los diputados olvidan insidiosamente las escenas de sacrificio, desprendimiento y amor al prójimo que se producen años tras años en la discusión de los presupuestos, escenas arrobadoras que hablan muy en alto de los hermosos sentimientos que adornan a los representantes del pueblo. Diputados hay que en estas ocasiones hablan durante dos horas con todo arrojo para obtener una pensión para la viuda X, un puestecito con dieciocho mil pesos para un amigo desvalido o un delicado obsequio para una empresa privada. ¿Esto es egoísmo? No. Esto es pura caridad y el pobre cronista que cose estas líneas sabe de fuente oficial que cuando estos bondadosos diputados fallezcan, Jehová va a colocar en las manos de cada uno la apetecible palma del martirio. Pero los descontentos no se dan por vencidos. Como están dotados de una naturaleza diabólica no se rinden ante ninguna razón sublime. Y añaden en sus murmurios que a consecuencia de la tardanza de los presupuestos mueren de hambre millares de empleados públicos. Es fácil comprobar que quienes hacen tan desestimables afirmaciones no han leído en su vida ni la Imitación de Cristo, ni el Guía de Pecadores, ni el Cielo Seguro. Todos esos manuales de piedad y muchos otros escritos por ilustres bienaventurados concuerdan en afirmar que el camino más recto que se conoce para subir al cielo es la privación. Y –pregunto yo con noble ira– si los hombres encenegados en el vicio no quieren tomar espontáneamente el camino del cielo ¿qué mal hay en que los diputados velando por la salud eterna de sus electores les faciliten cariñosamente la privación, siquiera durante seis meses del año?

De cómo se aprobó el Presupuesto del Culto. El Presupuesto del Culto es sin lugar a ninguna refutación, el más importante de todos porque en él se concentran las obras pías y las empresas laudables que se relacionan con el Supremo Hacedor. Los diputados radicales que, según informaciones de la buena prensa tienen firmado un protocolo con el Diablo, se preocupan todos los años, con un entusiasmo verdaderamente censurable, en molestar y hasta cercenar los pocos millones que se destinan a la Iglesia. De aquí que este año el Partido Cristiano dando muestras de un espíritu sediento de sacrificio, se echara sobre sí la abnegada tarea de velar por la total aprobación del presupuesto del Culto. Para conseguir sus propósitos hizo repartir proclamas entre los diputados cristianos donde se les exhortaba a asistir a la sesión destinada a los gastos de la religión, prometiéndoles en cambio 365 días de indulgencia y otros gajes menos espirituales. Con estas desinteresadas promesas los diputados afectos a Jehová, fueron en columna cerrada a la sesión dando así un meritorio ejemplo de civismo. También asistieron seis diputados radicales. Al desflorarse la sesión pidió la palabra el diputado Cojuelo (famoso por sus artículos místicos en El Diario Lustrado) y dijo que con dolor veía que media docena de radicales habían asistido a la sesión. —“Con qué fin –dijo agitando la pierna– han venido descreídos a esta sesión en que se van a ventilar cosas seráficas. Estoy seguro de que sólo han venido a perturbar la honestidad de nuestras almas con sus diabólicos tejemanejes y necesito llamar en mi auxilio toda mi innegable mansedumbre para no ir a circundarlos en sus mismos asientos”– ¡¡¡Pero si dentro de un minuto!!!... Hablaba con tal acento de honradez que los seis radicales se acordaron que tenían que hacer cosas urgentes y salieron corriendo sin oír el final del cordialísimo discurso del Cojuelo. Terminada esta incidencia el presidente de la Cámara anunció que correspondía aprobar el presupuesto del Culto de cuya importancia le parecía inoficioso hablar pues veía con infinito arrobo que estaba rodeado de fieles. Comenzó a leer la lista de ítem. Ítem N.º 1.– Noventa mil pesos para la Sociedad de Jóvenes Buenos. —¡Aprobado!– gritaron todos. Ítem N.º 2.– Ciento cincuenta mil pesos para el Colegio de San Jacinto. —¡Aprobado! Ítem N.º 3.– Doscientos mil pesos para la Cofradía de Hermanos Franciscanos. —¡Aprobado! Durante tres horas el presidente siguió leyendo ítem de naturaleza divina que eran aprobados sobre la marcha en medio de vítores, palmadas y oraciones. Desde sus asientos donde dormían algunos diputados de otros partidos se escuchaba de tarde en tarde un irreverente “me opongo”, pero gracias a Dios, no eran tomados en cuenta. Iban a terminar cuando un diputado demócrata que, por los periódicos se había impuesto de que aquel día se discutía el presupuesto del Culto, entró a la Sala y pidió la palabra. Le fue concedida por conmiseración. —“Yo señor presidente, creo, es decir, me parece que tengo algún derecho para hacer peticiones a mis respetados colegas. Amparándome en este derecho, yo imploro que de los quinientos mil pesos que se acaban de aprobar para la Orden de los Recoletos se desglosen diez mil pesos para pagarles un adelanto a los maestros de escuela. Figúrense sus Señorías que los pobrecitos...” Iba a decir que los pobrecitos maestros estaban enseñando –además de las primeras letras– los dedos de los pies; pero esta desagradable metáfora no alcanzó a ser pronunciada porque los cristianos poniéndose de pié y elevando al firmamento los brazos, gritaron a una: —¡Nos, ha insultado! ¡nos ha insultado! Se armó una gresca inefable. El diputado malhechor recibió en su cráneo incontables tinteros, lapiceros, discursos, etc. Los más exaltados hablaban de solicitar del Arzobispo una excomunión mayor para el cochino. Finalmente primaron las ideas de paz y concordia y el demócrata fue sacado en procesión –en medio de letanías de interjecciones y rosarios de puñetazos– para ser abandonado como trasto viejo en los departamentos íntimos.

La revancha radical La noticia de que el presupuesto del Culto acababa de ser aprobado con puntos y comas produjo entre los radicales una profunda sensación de desaliento. Muchos llegaron a pedir que se les borrara del libro de registros. Todo esto hizo que la dirección del partido acordara en sesión privada tomar cuanto antes la revancha para que el país constatara el elevado patriotismo del partido. Sobre el procedimiento que debía seguirse surgieron delicadas disputas. Los ancianos aconsejaron todas esa cosas que ya no hacen efecto de puro viejas, tales como las interpelaciones sutiles, los votos de desconfianza al ministerio, etc, etc. Los jóvenes rechazaron todo eso y pidieron, como gracia especial, que se les dejara la elección a su libre arbitrio lo cual les fue concedido en medio de arrebatadoras escenas de desprendimiento. Pasaron ocho días, apaciblemente... Al noveno día la prensa anunció que en la sesión de la tarde se iba a nombrar la Comisión Mixta. Esta es una comisión cuyo trabajo consiste en resistir denodadamente las ganas de trabajar y por eso que es muy peleado el honor de figurar en sus seno. Agregaba la prensa, sin ocultar su sorpresa, que los partidos no habían podido ponerse de acuerdo en la cuota de miembros que a cada uno le correspondía. Poco antes de que la sesión comenzara hacía su entrada a la Sala el partido cristiano entonando cánticos y precedido de un crucifijo; un minuto después entraban desordenadamente los radicales y demócratas llevando en sus manos libros voluptuosos, ligas de mujer, triángulos masónicos y símbolos francamente indecorosos. Cuando todos estuvieron sentados el presidente se puso de pie: —Se abre la sesión– dijo. —Pido la palabra– gritó un radical. Le fue concedida con el voto en contra de los cristianos. —Yo quiero decir, Honorable presidente, que me extraña infinitamente que los diputados cristianos hayan asistido a esta sesión en que no se va a repartir dinero sino que se van a tratar de asuntos de índole filosófica... —¡¡¡Su Señoría es un canalla, un bandido, un talquino!!!– gritó el Honorable Cojuelo con su energía acostumbrada. En medio del indescriptible revuelo que se produjo bajo las bóvedas de la Cámara la voz del Presidente se elevó severamente. La Mesa estima que la última de las tres interjecciones que ha tenido a bien pronunciar el Honorable diputado es un poco injuriosa; le suplica por lo tanto que tenga la amabilidad de retirarla espontáneamente. El aludido se paró en un pie; arrogante, vibrante y elegante. Dijo: —Señor Presidente: retiro la palabra pero mantengo el concepto! Esta explicación noble y optimista satisfizo a todos evitándose así un seguro lance de honor. La sesión siguió su curso normal, lo cual quiere decir que hicieron uso de la palabra innumerables diputados para lanzarse mutuas pullas en medio de un entusiasmo incontenible. Finalmente, después de varias horas de jugosa oratoria llegó la votación. Los diputados firmaron las listas de candidatos que traían en sus bolsillos y se las lanzaron al secretario. Pasado un instante –y en medio del mínimo de silencio compatible con la dignidad parlamentaria– el presidente leyó los nombres de los elegidos para trabajar en la Comisión Mixta: todos eran puros radicales; cristiano ninguno. La lectura de la votación dio origen a una de las más vigorosas y encontradas manifestaciones que se recuerdan en el augusto recinto de la Cámara. Los radicales se abrazaban, cantaban la Marsellesa se tiraban al suelo muertos de risa y hacían otras decorosas manifestaciones de bienestar. Los cristianos, en cambio, hacían pucheros, gritaban máximas bíblicas y tiraban puñetes al aire dando muestras de una verdadera melancolía. Las manifestaciones llegaron al cenit de lo sublime cuando un radical subido en un pupitre y agitando con locura una rosada liga de señorita, pronunció esta oración. —“Señores: Acabáis de presenciar una irrefutable prueba de los ideales del partido al cual tengo el inmerecido honor de pertenecer. El partido radical no es de aquellos que maldice el poeta. “un hijo del vil metal”. No. Al contrario; se mueve; sólo por ideales de trascendencia social o filosófica. A los radicales no nos importó un ardite el que los cristianos robaran al país cincuenta millones de pesos para mantener su horrible religión; pero si nos importó y vinimos dispuestos a defender hasta con nuestras vidas el nombramientos de los miembros de la Comisión Mixta, porque lo único que nosotros predicamos, defendemos y queremos es trabajar honradamente por la Patria. En esta ocasión memorable, pues, el partido radical ha cumplido con su deber. He dicho”.

Poil de Carotte