NO RESISTIR

Pero Jesús no ha llegado todavía al más estupefaciente de sus mandamientos trastornadores. “Habéis oído que fue dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo no hagáis resistencia al malo, y si uno te pega en la mejilla derecha, preséntale la izquierda; y si uno te llama a juicio para pedirte la túnica, dale también la capa. Y si alguno quiere obligarte a hacer un mejor, haz con él dos”. No podía invertirse la vieja Ley del Talión con palabras más absolutas. La mayor parte de aquellos que se dicen cristianos no sólo no han observado nunca este nuevo mandamiento, sino que ni siquiera han tratado de fingir aprobarlo. El principio de la no resistencia al mal ha sido para una infinidad de creyentes el escándalo insoportable e inaceptable del cristianismo. Los hombres pueden responder de tres modos a la violencia: por la venganza, por la fuga y poniendo la otra mejilla. El primero es el principio bárbaro del Talión, hoy adobado y enmascarado en los Códigos, pero todavía dominante. Al Mal se responde con el Mal, bien por sí mismo o por medio de personas interpuestas, mandatarios de la horda civilizada, llamados jueces y verdugos. Al Mal causado por el ofensor se agregan los males producidos por los justicieros. El castigo se revuelve contra el propio vindicador, y la cadena terrible de las venganzas, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin tregua. El Mal es reversible. Recae, aún hecho con buena intención, sobre quien lo comete. Trátese de familias, de naciones o de individuos, un primer crimen trae y suscita expiaciones y castigos que se distribuyen, con siniestra imparcialidad, entre ofensores y ofendidos. La Ley del Talión puede causar un bestial y momentáneo alivio; pero en vez de acabar con el Mal lo multiplica. La fuga no es mejor procedimiento que el anterior. El que se esconde hace que se doble el valor del adversario. El temor a la venganza puede, raras veces, detener la mano del violento. Pero quien huye invita al otro a seguirlo; quien se da por muerto incita al adversario a rematarlo: su debilidad se hace cómplice de la ferocidad del otro. También aquí el Mal engendra el Mal. A despecho de su aparente absurdo, el único camino es el recomendado por Jesús. Si uno te da un bofetón y tú respondes con dos bofetones, el otro replicará y tú sacarás las armas, y uno de vosotros perderá acaso la vida, quizás por un motivo baladí. Si huyes, tu adversario te perseguirá, o bien apenas vuelva a encontrarte, fuerte con su primera experiencia, te hará pedazos. Ofrecer la otra mejilla significa no recibir el segundo golpe. Es cortar en el primer anillo la cadena de los males inevitables. Tu adversario, que esperaba la resistencia o la fuga, se ve humillado ante ti y ante sí mismo. Todo lo aguardaba menos esto. Está confundido, y con aquella confusión que es casi vergüenza. Tiene tiempo para entrar en sí mismo. Tu inmovilidad hiela su furia, le da tiempo a reflexionar. No puede acusarte de miedo, porque estás pronto a recibir el segundo golpe, y tú mismo le muestras el punto en que puede herir. Todo hombre tiene un respeto oscuro del valor de otro, y más si este valor es moral, es decir, de la especie más rara y más difícil. El ofendido que no se resiente y no escapa demuestra ánimo más fuerte, mayor dominio de sí mismo, más heroísmo verdadero que aquel que en la ceguedad de su furia se precipita sobre el ofensor para restituirle doblado el mal recibido. La impasibilidad, cuando no es insensibilidad; la dulzura, cuando no es cobardía, producen estupefacción, como todas las cosas maravillosas, aún a las almas más vulgares. Hacen sentir a la bestia que aquel hombre es más que un hombre. La misma bestia, cuando no se ve incitada a proseguir la agresión por la réplica violenta o por la fuga villana, queda desconcertada, experimenta una sugestión casi temerosa ante esta fuerza nueva que no conocía y que la confunde. Tanto más cuanto entre los mayores estímulos del que ataca figura el gusto saboreado de antemano del espanto del atacado, de su resistencia, de la lucha que nacerá del primer ataque. El hombre es animal agonístico. Pero aquí el placer desaparece, el gusto es anulado. Ya no se está ante un adversario sino ante un superior que dice tranquilamente: ¿No te basta? Aquí tienes la otra mejilla, desahógate, has lo que te plazca. Mejor es que sufra mi rostro que no mi alma. Podrás infligirme cuantos males quieras, pero no podrás forzarme a ser furioso como tú, insensato como tú, bruto como tú; no podrás obligarme a hacer el mal con la excusa de que otro me hace mal a mí. Para seguir al pie de la letra el mandamiento de Jesús, se necesita un dominio de la sangre, de los nervios y de todos los instintos del alma inferior, que pocos poseen. Pero Jesús no ha dicho nunca que sea fácil seguirlo. No ha afirmado nunca que sea posible obedecerlo sin duras renunciaciones, sin batallas interiores ásperas y continuas, sin que se reniegue del viejo Adán y se produzca el nacimiento de un hombre nuevo. Pero los frutos de la no resistencia, aunque no siempre logre su objeto evitando el retorno a los tiempos malignos, son incomparablemente superiores a los de la resistencia y de la fuga. El ejemplo de un señorío espiritual tan fuera de lo ordinario, tan imposible e impensable para la común especie de los hombres; la fascinación casi sobrenatural de una conducta tan contraria a las costumbres, a las tradiciones, a las pasiones comunes; este ejemplo, este espectáculo de fuerza, este milagro absurdo, inesperado, como todos los milagros, difícil de entender, como todos los prodigios: el ejemplo de un hombre sano y apto, que exteriormente parece semejante a los demás hombres, y sin embargo se comporta casi como un Dios, como un ser por encima de los demás seres, casi por encima de las fuerzas que mueven a sus semejantes; este ejemplo si se repite más de una vez y no es imputable a una estupidez supina, y si va acompañado de pruebas de valor físico cuando el valor físico es necesario para ayudar y no para dañar, este ejemplo tiene una eficacia, que aunque embebidos de retorsión y represalia, podemos imaginar: imaginar con esfuerzo. Probar no, porque tenemos demasiado pocos ejemplos para que se pueda sacar de ellos una experiencia, siquiera parcial, que refuerce la previsión. Pero el mandamiento de Jesús no ha sido obedecido, o sólo lo ha sido raras veces; no puede decirse que sea inexigible, y menos que haya de rechazarse. Repugna a la naturaleza humana; pero todas las grandes conquistas morales repugnan a nuestra naturaleza. Son una amputación saludable de una parte de nuestra alma –para algunos, de la parte más viva del alma– y es natural que la amenaza del corte nos produzca escalofrío. Pero, agrádenos o no, el mandamiento de Cristo es el único que puede resolver el problema de la violencia. Es el único que no agrega mal al mal, que no centuplica los males, que impide el envenenamiento de la herida, que extirpa el grano cuando nace. Responder con violencia a las violencias y con delitos a los delitos, es aceptar el principio del malhechor, reconocerse semejante a él. Responder con la fuga es humillarse ante él y excitarlo a continuar. Responder con palabras de razón al mal dispuesto colérico, es empeño vano. Pero responder con un simple gesto de aceptación ofrecer el pecho a quien te ha golpeado en la espalda, dar mil a quien quiere robarte ciento, soportar durante tres días a quien quiere angustiarte durante una hora, es el acto heroico por excelencia, en su apariencia de vileza, de tal modo extraordinario, que vence al agresor bestial con la majestad de lo divino. Sólo el que se ha vencido a sí mismo puede vencer a sus enemigos; sólo los santos persuaden de mansedumbre a los lobos: sólo el que ha transformado la propia alma puede transformar el alma de los hermanos y hacer que el mundo sea menos doloroso para todos.

Giovanni PAPINI.