“El Alma en los Cristales” (Por Carlos Préndez Saldías)

En las noches frías, cuando todos duermen, yo cruzó tu calle muda y solitaria, y vivo las horas velando tu sueño desde la ventana.

¿Amanece dormida en los cristales la sombra de mi alma?

He aquí justificado el título, (cosa posiblemente sin importancia). Desde él hasta la última página, como las invocaciones de una íntima letanía apasionada, pasan por este libro las encarnaciones sucesivas de un anhelo único. ¿Acaso el corazón, ciego y obsesionado y triste, fue palpando formas idénticas, en todos los anillos encontrados en el camino? ¿Acaso la ilusión millonaria de plasticidades, fue adorándose a sí misma en apariencias diversas? ¿Acaso ese desgano sutil, ese desengaño de lo real, creados de un horizonte metafísico siempre en fuga, de un “más” sin nombre y sin contornos, hizo del poeta un buscador empecinado de lo que nunca se ha de hallar?... ¡Quién sabe! Un amor, que a ratos parece uno, y a ratos parece cien: que a veces parece humano y vivido, y a veces vacío y retórico, constituye la sola razón de la poesía de Carlos Préndez. Hoy como ayer y como mañana, su verso tiene una perspectiva; no le preocupan mayores problemas; no mira ni hacia arriba ni hacia abajo, por lo demás, si mirara, miraría a través de su corazón, y sólo a su corazón vería; o mejor a la mujer que esponja de inquietudes sentimentales su corazón. ¡Si hasta cuando se vuelve al paisaje lo contempla a través de una figura de mujer! Decir que esto es un defecto o una cualidad sería afirmar un error. No hay una clase de poesía que valga más que otra. Lo substancial en el poeta es su resonancia emocional. Que vibre ante lo infinitamente complejo, o ante la elementalidad suma, es algo sin importancia. La calidad de las vibraciones, su mayor o menor riqueza armónica, su mayor o menor novedad en las combinaciones, la extensión y complejidad de sus inter-resonancias; en suma, los elementos internos, inherentes al creador y por ende a su creación, constituyen lo único interesante y digno de ser considerado por el crítico. Contemplada desde este observatorio, la cuestión se reduce a analizar subjetivamente la obra poética, y a exigirle, sin pretender rebalsar su contenido, un máximo de irradiaciones, de sugerencias, de armonía. La poesía de Préndez, así considerada, no pierde nada por su limitación temática. Analizada en cambio, en su propio organismo, deja, a menudo una marcada impresión de debilidad. Naturalmente, dadas su restricción y su fragilidad, sus defectos serán también restringidos imprecisos y frágiles. Aparte de cierta vulgaridad, no muy frecuente, en la adjetivación, y de cierto tono general, rememorados de cosas oídas, debe anotarse una especie de insuficiencia para mantener la tensión emocional, y aún la línea exterior. En casos como estos, es difícil precisar, a causa de que el mal es más bien interior. Es como si el tema y el impulso que lo anima no dieran, sino para un número limitado de versos. El poeta, no obstante, se empecina en agregar algo. Y aún cuando aparentemente este algo queda soldado a lo anterior, hay un sentido interno que nos señala infaliblemente los límites de lo natural y de lo artificial, de lo vivo y de lo muerto. El defecto anotado se multiplica en la estrofa en el verso en todo lo que tiene una medida predeterminada: es la consecuencia fatal de la rima, del metro, del ritmo. Gracias a tales zarandajas la poesía se ha ido limitando; gracias a ellas casi no hay poema en verso que no adolezca de una especie de automatismo o que no esté manchado de ripios ideológicos y emocionales. Como se ve no es un pecado exclusivo de Préndez. Pero se siente más en él, porque canta casi siempre en gris, en tono menor. Y es natural que mientras más fina, mientras más tamizada sea la emoción se haga tanto más difícil reemplazarla con recursos intelectuales. Cuando el poeta acierta, su voz que refiere siempre cosas del corazón, habla bajo, en una armonía cambiante e indecisa, como si quisiera decir estados que no dice: es que para él “la vida tiene siempre su belleza lejana”. Es que para él “la luz que se presiente, cuando es luz a los ojos, da emoción plebeya”. Por esto sus palabras poseen ese medio tono crepuscular, caro a Verlaine. Si vuelve la cabeza al ayer borroso, evocando a una amada pretérita, interroga:

“¿Recuerdas ese amor que amanecía en los oros murientes de la tarde?”

Si rememorara la partida definitiva, de la que vive “en la noche doliente de su huerto sin rosas, florecido de males”, dirá que se fue “a la sombra de Dios; cuando sonaban del Ángelus las voces místicas y alargadas...”

Si reza por la memoria de artista ido “en la hora de la carne y la fiebre”, su oración, envuelta en un halo decadente, y atenta a conmover oídos femeninos, susurrará:

“Humano que rezabas a los atardeceres, en cruz la maravilla de tus grises pinceles, porque los hombres sufran y, entre sus penas sueñen, has muerto en la mañana, cuando los niños duermen, a la hora en que besan más hondo las mujeres”.

Y hasta cuando, a pleno aire montañés, y embriagado del loco sol veraniego, quiere decir el elogio de la campesina sana y fuerte y pura, su voz se hace madrigal y desgrana versallescamente galanterías dignas de los labios de un abate:

“Será tu voz una canción de grillo refrescando los oros de las mies”.

Aristocrático, enternecido y doliente, siempre polarizando hacia un corazón de mujer, va anotando su estado de alma. Y este glosario de su intimidad pasional deja en el espíritu del lector, algo como la impresión de una temblorosa y desvaída flor de invernadero. Sin embargo, Gabriela Mistral ha escrito en la ilustración lírica que inicia el volumen:

“Unos siembran robles y otros siembran lirios: bienvenido tú que sembraste trigo, trigo simple, honrado trigo campesino!

Fernando G. Oldini.