EL ELOGIO DE LA JUVENTUD

Como todos los años, a la vuelta de la Primavera, se cubren los campos de hermosas flores, todas las generaciones, en la Primavera de la villa, tributan el homenaje de sus simpatías más entusiastas, a los más nobles ideales de renovación y de progreso. ¿Qué, después, la mayoría de esos jóvenes que hoy saludan la vida con tan hermosas ilusiones, al avanzar en años, desertarán de los altares del ideal? Probablemente; pero no importa: también las flores que engalanaron los campos en la Primavera pasada, han caído marchitas en el Otoño reciente; pero otras flores, igualmente hermosas, volverán a saludar, en Octubre venidero, el despertar de la Naturaleza y la renovación de la Vida! Asimismo, la nueva generación, a despecho de todos los desengaños y desfallecimientos de las generaciones precedentes, volverá a tributar el homenaje de sus simpatías a los más nobles ideales humanitarios. Porque, si cada generación agotada que se despide de la vida, es como un Moisés, contemplando desde la cumbre del monte Nebo los contornos lejanos, y ya inaccesibles de la tierra prometida; cada nueva generación es un Rodrigo de Triana, gritando ¡tierra! al divisar, desde la cubierta de la “Pinta”, en el cercano horizonte, la deslumbrante aparición de un nuevo mundo! Esta fe invencible de cada nueva generación en los grandes ideales humanos, como esas adivinaciones extraordinarias de todos los poetas, de todos los videntes, de todos los redentores, constituyen acaso una demostración de que la humanidad, no obstante las fatalidades que parecen pesar sobre ella; no obstante la indiferencia de la Naturaleza; no obstante ese silencio eterno de los espacios infinitos, que tanto impresionaba a Pascal se encamina talvez, en misteriosa marcha ascendente, a la conquista de destinos superiores de belleza, de bien y de verdad. Y será porque la juventud no ha sido herida aún por los desengaños de la vida; será porque no ha sido aún presa de las telarañas de los intereses creados, lo cierto es que parece llegar por adivinación, a donde difícilmente llegan los sabios, con sus investigaciones; lo cierto es que parece simpatizar, por instinto, con las escuelas, los partidos, los hombres que luchan por ideales, no por intereses de círculos o de caudillos; lo cierto es que, aunque parece contemplar con algo de respetuosa emoción, los fuegos fatuos que surgen en los cementerios del pasado, se guía en su marcha por las bíblicas columnas de fuego que marcan el rumbo hacia adelante, hacia el porvenir: en términos de que se diría que la juventud poseyera como un sexto sentido, que le permite adivinar las nobles causas, presentir los grandes peligros, como la alondra adivina la aurora, antes que llegue a teñir con su resplandor las lejanas cumbres del Oriente: como las golondrinas presienten el Invierno, antes que venga a amortajar los árboles y las plantas con su blanco sudario de nieves inmaculadas! Yo no puedo contemplar el espectáculo que ofrece la juventud, sin que venga a mi memoria una de las más hermosas leyendas de la antigüedad. En una noche de tempestad y de peligros se confió el puesto de centinela de un campamento a un adolescente aminoso. Cuando a la madrugada siguiente fueron a relevarlo, le preguntaron: “Centinela, ¿qué has visto en la noche?” y él respondió con sublime sencillez: “He visto alborear la mañana”. En esta noche de peligros y de zozobras en que nos debatimos, se me figura que la juventud, como el centinela animoso de la leyenda antigua, ve también alborear la mañana de un nuevo día para la patria, columbra el resplandor de la aurora de un día nuevo para la humanidad!

Antonio Pinto Durán