ARENGAS DE ARMANDO TRIVIÑO

Armando Triviño, uno de los inteligentes obreros chilenos, cuya destacada actuación social nos evita presentarlo más extensamente a nuestros lectores, ha recopilado en un folleto algunos de sus trabajos periodísticos de propaganda. Reproducimos el prólogo escrito por J. Gandulfo para presentar esta obra que tendrá, sin duda, espléndida acogida.

Un puñado de chispas irrumpiendo de una hoguera, danzando en el aire en mil cabriolas locas, quemando e iluminando a la ve, para dejarnos una huella radiante en la retina y un escozor doloroso en el espíritu. Tal son la prosas de este obrero rebelde. Ellas constituyen una gama abigarrada de hechos vulgares, de momentos psicológicos de crítica acerba, de entusiasmos líricos, de desgarramientos dolorosos, por los cuales para el autor sacando la esencia viva que orienta y dignifica al hombre. Bien hizo en llamarlas “Arengas”: Triviño es un arengador de la Libertad y la Justicia. Desde hace dos lustros se le ve en todas partes: trepado en un estatua en los mítines, sobre una tribuna en las asambleas, montado sobre un banco en los sindicatos—con un paquete de periódicos, folletos y libros bajo el brazo, gritando y apostrofando con su gesto de niño nervioso y testarudo. Hace unos años, apenas, apareció un muchacho vestido de militar en el “Centro Ferrer”. La mayoría tuvo una sonrisa compasiva de él; pero ese gran viejo llamado Manuel A. Silva, que ha parido más anarquistas que todos los que han formado los demás luchadores chilenos juntos, lo defendió de la curiosidad y la burla dándole luego periódicos y folletos para que leyera en el cuartel. El “milico” frecuentó, después, todos los locales de propaganda y paseó su mirada inquieta y curiosa por todo lo que en sus manos cayó. Los escépticos se sonreían y hasta pensaron en un espía del gobierno que actuaba entre los grupos anarquistas. El viejo Silva, lleno de fe y bondad, los censuraba, y alentaba al novicio: “Déjenlo solo, es de buena pasta, ya se hará un hombre digno y libre, un anarquista”—decía. Pero—poco después—sufrió un verdadero descalabro: un día vió pasar frente a su casa al “milico” vestido de paisano, conduciendo un carretón de una bodega de vinos El viejo se indignó y le gritó. —Buena cosa de hombre. Triviño, tienes que envenenar al género humano para poder vivir. A los pocos días, Triviño dejaba el carretón y aprendía el oficio de zapatero, después de haber servido en los tranvías. Desde entonces ha participado en todos los movimientos obreros y ha sembrado la agitación desde la tribuna y el periódico, por lo cual ha estado preso en muchísimas ocasiones. En “Verba Roja”, “La Batalla”, “Acción Directa”, “Numen”, “Claridad”, etc,. ha propagado su credo comunista-anárquico. Es un hombre dinámico, de actividad inagotable y de entusiasmo ejemplarizador; no se restas a ningún papel que haga ganar un tramo a su ideología. Escribiendo, hablando, actuando es siempre constante, pero disparejo. Hay ocasiones en que su verba llega al desbordamiento y hace delirar al auditorio: en otras ocasiones es frió, tartamudeante, oscuro. En las organizaciones procede, a veces, con la rectitud de un rayo de luz, tiene profundidad de visión y es verdaderamente profético al dar orientación a la acción: otras veces es tortuoso, atolondrado, casi torpe. En sus escritos tiene chispazos geniales, arrebatos de plumario perfecto, pero hay prosas o que se le siente desnudo, desmadejado y escribiendo a empujones. Afortunadamente, a medida que avanza hacia la madurez, sus momentos felices aumentan y lo vemos ascender casi sin tropiezos. Y sobre todo esto son admirables su tenacidad y optimismo; escribe en los periódicos, actúa en las huelgas, perora en los mítines y asambleas, organiza editoriales, funda sindicatos y centros de estudios, vende libros y folletos, distribuye proclamas. Juan Pueblo, Juan Harano, Juan Subversivo, Luis A. Pirson, Luisa Soto, Luis A. Triviño: son nombres distintos y un solo hombre no más. Tal es el autor de estas “Arengas”. —¡Pero tiene muchos defectos:—me diréis. —Y el sol ¿no tiene muchas manchas? Y acaso ¿no alumbra?

J. GANDULFO