NAVIDAD

Como hacía siempre después de cenar, aquella noche cogí mi sombrero y salí a la calle. Vería modo de ahuyentar el tedio fumando cigarrillos y dando un paseo, para regresar, luego, y acostarme. No tenía amigos en aquella ciudad; vivía en un cuarto aislado, y la soledad obligada llegaba a fastidiarme. Como de costumbre, me detuve en la esquina un momento, encendí un cigarro y avancé hacía la avenida. Un rumor de fiesta llenaba las calles. Observando que las tiendas y almacenes aún no habían cerrado sus puertas y las vidrieras aparecían iluminadas, recordé que era Noche Buena. Este descubrimiento me produjo cierto malestar. Pensé que es grato en estas ocasiones estar acompañado; vino a mi memoria el hogar lejano y desaparecido, y mirando los hombres y las mujeres que pasaban a mi lado por parejas o en grupos; adivinando en ellos o en los niños que reían y retozaban enseñando juguetes y aguinaldos de Navidad, un regocijo, íntimo y egoísta, me fuí dejando invadir por una nostálgica tristeza. La avenida estaba llena de gente; un murmullo de colmena y una densa nube de polvo flotaba por encima de todo. Los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía, y de vez en cuando el grito de una corneta o el ruido áspero de un cencerro, rompía la atmósfera pesada y cálida. Una muchacha me ofreció el tradicional ramillete de albahacas; lo cogí y dejó en sus manos una moneda. La alegría popular no lograba contagiarme. Hubiera querido hablar a alguien, escuchar la voz de alguien, contemplar un rostro conocido y querido, Sintiéndome extranjero entre la muchedumbre, decidí abandonar la avenida y caminar hacia los malecones. La calle que ahora cruzaba era estrecha, oscura y poco frecuentada. Del fondo de la calle venían el viento y el ruido del mar. Me di de lleno a mis reflexionas, y aflojé el paso. El recuerdo amable de las nochebuenas de mi infancia llenó mi corazón. Rostros queridos y casi olvidados surgieron en mi memoria, y la pesadumbre de la vida actual, miserable y doliente, me atenazó hasta la amargura. Al pasar frente a una puerta alguien me llamó y me tomó del brazo. Pasivamente me detuve. Era una prostituta. —Oye, ¿ quiéres venir? En la penumba yo vela las manchas pálidas de su rostro y de sus mantis. Repentinamente me sentí menos salo. En la noche de tedio y de tristeza, alguien me hablaba y estaba junto a mí, siquiera un segundo. Ella insistió: —Entra, chiquillo... Y tiraba de mi brazo. Tenía una voz suave y ronca. Palpé en mi bolsillo el dinero que me restaba y objeté que no era suficiente. Ella contestó: —No importa… Las demás han salido, llegarán muy tarde y estoy sola... Podremos tomar cerveza… Me dejé convencer y la seguí. Atravesamos un pasadizo oscuro y luego ella empujó una puerta. La sentí avanzar y encender la luz. Era un aposento pequeño con tina ventana alta. Las paredes estaban cubiertas de grabados sacados de revistas. Había algunos retratos: hombres de la más diferente fisonomía; rameras cuya dormida ternura había desbordado en las dedicatorias. El lecho, muy ancho, ocupaba ]la mitad del cuarto. Sobre la mesa ví una caja de polvos abierta, unas tenacillas y el espejo apoyado contra un florero. La mujer vino hacia mi. Tenía el pelo rubio y cortado, las cejas arqueadas y los ojos pintados de carbón. Su cara, su mirada rasí inexpresiva llevaba el sello inconfundible de las prostitutas, pero con todo, resultaba de una simpatía indudable. —Siéntese…—me dijo—; yo voy por cerveza. Salió y volvió enseguida con vasos y botellas. Mientras escanciaba le pregunté por su nombre. —Me lamo Nelly—respondió. Y por esa costumbre tan general entre las rameras de reir a cada momento y sin motivo, soltó la carcajada. Bebimos. Una pantalla roja cubría la bombilla eléctrica, y una mariposa, en vuelos torpes, se estrellaba contra ella. Nelly se echó de espaldas en el lecho, me pidió un cigarrillo y me invitó a que me tendiera a su lado. Mi angustia había desaparecido casi por completo; solo me embargaba una suave tristeza. Nada acompaña tanto en el mundo como la sola presencia de una mujer. Yo tenía y acariciaba, entre las mías, una mano de Nelly. Ella habló: —Lo he visto a usted a menudo... Pero siempre va solo... Respondía que no tenía a nadie y que solo hacía un mes que había llegado a la ciudad. La, mujer calló pensativa, y luego movida por ese afán de confidencias tan natural en las prostitutas, empezó a hablarme de su vida. Ella también era forastera. Su pueblo natal estaba muy lejos, bajo al cielo del sur, y volverlo a ver era su sueño de oro. —Tengo allí a mi vieja—decía—y a una, hermanita menor… Ahora estarán en la Iglesia... La Iglesia de mi pueblo es chiquita, blanca y en el altar anidan las golondrinas... Cuando yo era pequeña, por Navidad, había, fiesta en el pueblo. Mi padre me sentaba en sus rodillas y haciéndome cabalgar, cantaba:

De prisa van los Reyes a ver al Niño en Belén…

Yo lloraba de risa y de gozo Ahora está todo tan lejano... La mujer continuó, tras una pausa: —En primavera el campo se cubría de florecitas amarillas... En el santo de mi padre la casa se llenaba de convidados y hacían que yo cantase en la guitarra... Llevaba trenzas, entonces... Ahora... Ese “ahora”, lo explicaba todo. En esa palabra se encerraba la felicidad pasada y perdida y la miseria amarga y presente. Alargó el brazo y volvimos a beber. El gemido angustiado de una sirena llegó desde el mar, y luego un coro de campanas ascendió y resbaló sobre los techos. —Es la media noche—dijo Nelly. Se enderezó y juntó sus manos en oración. Yo sabía a qué atenerme. Tenía ante mí una muchacha tierna, apasionada y triste. El recuerdo de mi infancia volvió a invadirme. También, yo, siendo niño, juntaba mis manos y rezaba. Con una nitidez maravillosa surgió ante mí el cuadro familiar: la madre, la abuela, la imagen en alto, los cirios encendidos el brasero, y envolviéndolo todo como una gasa impalpable, el aroma de los azahares… La mujer me miró a los ojos y vió en ellos la tristeza. Reclinó mi¡ cabeza en su hombro y acarició mis cabellos con ternura, con esa suave, infinita ternura. de que son capaces las mujeres abandonadas. Inclinándose, murmuró: —Pobrecito mío! Luego saltó de la cama, revolvió en un baúl y sacó un paquete. Era un pan de Pascua. Llenó los vasos, partió el pan y me ofreció. Encendió un cigarro y volvió a hablar del pasado: —Por las tardes yo cogía una varilla y salta, al monte en busca del ganado. Regresaba con las primeras estrellas… ¡Cuánto que hacer me daban mis ovejas! Igual que los ruidos de la cable, escuchaba su voz, lejana y adormecida. Habló mucho tiempo. De pronto calló y quedó pensativa. Seguía la mariposa trazando círculos vertiginosos en torno a la, luz. Al estrellarse contra la bombilla, le arrancaba leves sonidos cristalinos. Las manos de la ramera tornaron a acariciarme. Se apretó contra mi: y oí que decía: —Y tú... ¿Por qué no dices nada? En la noche, las campanas...

Alberto ROJAS.