GUERRA JUNQUEIRO

El primer problema que ocurre al tratar de Guerra Junqueiro es de su clasificación. Lírico puro, fue también poeta satírico y panfletario ardido de inquietudes políticas, religiosas y civiles. Místicos y elevado cantor de las cosas eternas, más de una vez el envión de su sarcasmo demonfaco llegó a lanzarse contra la divinidad católica y sus ministros entre los hombres. Reunió en su boca, ya el balbuceo infantil cogido al inocente, ya la inquietante interrogación a lo infinito. Supo, además, vivir en medio de los humanos animados por sus propios problemas pero también atraído por aquellos que sólo al apóstol, al genio y al renovador social y religioso es dado tocar. En tal forma, ¿cuál puede ser considerado el aspecto predominante en la obra -y por lo tanto en la vida -de Guerra Junqueiro? El mismo lo ha dicho, al explicar la génesis de una obra filosófica fundamental que ha quedado para su publicación póstuma: “El problema del “más allá” ( como ahora se dice) impúsose, dilacerante y devorador, a mi naturaleza inquieta de religioso y metafísico.” El autor de “La Vejez del Padre Eterno”, aun cuando el aserto pudiese parecer risible, fue en realidad un eterno torturado por pensamientos religiosos. Nacido en la mitad del siglo XIX participó íntegramente de las agitaciones ideales que caracterizan a aquella centuria. Por eso no es extraño que haya sido un perpetuo estudiante insatisfecho, un investigador minucioso de las ciencias humanas y divinas. Tenía en si lo que podemos llamar virtud del siglo XIX. Era una socialista a la manera de los primeros teorizantes de la doctrina, y un apasionado de la historia como el más ferviente discípulo de Michelet, Renan y Taine. En arte fue primeramente un lector atentísimo de Víctor Hugo, cuyos procedimientos formales al principio sigue. Más tarde sería poco leal considerarlo adherido en definitiva al león temible y suave de Guernesey, pero algo de éste va con el a lo largo de sus días y llega hasta su misma tumba, abierta hoy no más, 73 años después de su nacimiento. En sus horas de juventud nace también y se desarrolla grandiosamente el naturalismo, ahogado pronto en el gabinete o capilla sectaria de Zola, sumo pontífice. Rastros innegables del naturalismo encontramos, sin máximo esfuerzo, en la gran mayoría de los poemas entíricos de “La Vejez, de Patria” (1), y en toda parte descriptiva, llena de un sabor pintoresco que permanecerá, de “La muerte de Don Juan”. El siglo XIX fue el siglo de los grandes antinomias y de las claras luchas políticas y sociales. Planteó y pretendió resolver la era turbia de napoleón, pero también de Gambetta, de Garibaldí y de Bakunín, mil problemas que aun hoy esperan alguna salida. Y a modo de obligada repercusión sentimental de tales acontecimientos externos, nació en los espíritus de aquel tiempo aquel torbellino que fue el romanticismo, aun no del todo extinto. Y aquel efímero esplendor que fue el naturalismo. De ambos tiene algo o mucho este poeta egregio. Fue un romántico según el patrón de Hugo, impulsado a momentos por el racionalismo humanitario de Comte y otros; y a veces influido por la magnificencia morbosa de Baudelaire. Sus mejores cantos nos le presentan como un ser que abarca de una mirada rápida. Aquilina, fulgurante, el espectáculo vasto del mundo y de los mundos Tiene siempre el poeta de “Los Simples” –aún en libros que, como éste, insinúan un retorno al humilde solar nativo, junto a la tierra desnuda y a sus honestos siervos –el talante cósmico del genio que sin lugar a dudas poseía. Contempla las cosas y los hombres “sub specie aeternitatís”, apasionado de la verdad, de la libertad, de los grandes principios en fin –o las grandes palabras –que mueven a los hombres. Su obra asume, pues, así, la apariencia de algo que se encuentra muy alto, muy por encima de todo y de todos, pero corazón a corazón con nosotros, palpitando con nuestras agonías y muriendo de nuestra misma angustia. Escomo providencia humana pero divinizada, gracias, talvez, a su interminable búsqueda de aquella fuente inextinguible de luz que al poeta movió su vida entera. Guerra Junqueiro es, por eso, antes que nada, un poeta religioso, anegado de misterio y encendido en un anticipo extrahumano que quiere comunicar a todos los que, al igual de él, anhelan encontrar la paz de una convicción salva guardada por la fe.

Es interesante hacer notar asimismo que Guerra Junqueiro fue un ser esencialmente instable en sus credos, en sus actitudes mentales o psicológicas, en sus ideas políticas y religiosas. Siguiendo sus propias palabras encontramos cómo en 1921 abjura o reniega de su impenitente rebeldía contra la iglesia católica. “Yo he sido, debo declararlo –escribió entonces al pie de un artículo en que define “su” religión y expone “su” cristianismo –muy injusto con la iglesia. “La Vejez del Padre Eterno”es un libro de juventud. Ya no lo escribiría a los cuarenta años.” ¿Cuál es su íntimo juicio respecto a esa obra estupenda en que se advierten, sin menoscabo de ninguno, el poeta y el pesador? El lo dice confirmado el carácter extremadamente “ochocentista” –digámoslo con Eugenio d’Ors –de su formación espiritual: “Lo animó y dictó mi espíritu cristiano, pero lleno todavía de un racionalismo de ignorancia, estrecho y superficial.”Sabemos perfectamente cómo el divulgar una declaración semejante es sustraer a Guerra Junqueiro del radio de simpatía de muchas personas que se gozan en pesar cómo y cuánto ha sido demoledora su diatriba sangrienta y sarcástica. Pero no habría sido leal negarlo o pretender encubrirlo con simples palabras (2). Guerra Junqueiro, a fuerza de preocuparse de lo eterno, del más allá impenetrable, de la fe y de la atracción irresistible que el hombre sufre por lo divino y sobrenatural, vivío sus últimos días en una santa paz de alma, arrullado por la fe en que había nacido y a la que retornó, hijo pródigo y descastado, después de muchos años de desvarío y negación. Su “naturaleza inquieta de religioso y metafísico” volvió por sus fueros. ¿Resultó a la postre inútil que extravagara durante tantos años en torno al circulo de las creencias si al fin iba ser, nuevamente dentro de él, discípulo, cordero y humilde arrepentido? No. Su postrera debilidad, su cambio de frente en el otoño plácido pero sobrecogedor, no les quita nada del ingente vigor con que nacieron, a esos poemas armados en batalla, abroquelados y esculpidos con palabras soberbias y deslumbrantes. Se dirá en él, ante este gesto final, que abandonó su campo, que claudicó, que se dejó amarrar de nuevo cuando ya parecía para siempre liberado. El – si viviera –respondería a esto diciendo que encontró la libertad verdadera y el único camino satisfactorio, la respuesta que esperó tanto miles de días y el cobijo maternal por postrero dulcísimo, en aquella religión por el verbo llameador de sus mocedades sin frenos. Quiso vivir en paz consigo mismo durante un largo lapso de su larga vida, y solo puedo hallar esa paz, a su “naturaleza religiosa”, en el seno de la comunidad otrora odiada y maldecida con rencor sangriento. Muerto el creador escogido, el verso es que una conciencia humana se debatió como Prometeo atado a la roca olímpica continúa su marcha triunfal en la memoria de los hombres. Su lección no ha pasado y acaso no pasara jamás. Batallaba contra las cosas menudas de sus días pero tenía algo de eterno moviendo los cultos ardores inquietos y fluctuantes de su ritmo, y esa partícula de eternidad le hace asomarse a otras lenguas que la suya originaria, como indicándonos que su inquietud no es privilegio de un pueblo ni de una raza, y que donde haya una interrogación a lo eterno y a lo infinito que se emboza con timidez, él sabrá traducirlas en sus formas gallardas. En una palabra: saborea la advertencia del hecho que pasa, pero se lanza también por mares ignotos a la aventura de lo eterno. ¿No es acaso lo clásico, lo ejemplar así? ¿No satisface hoy tanto como ayer y como mañana, en unas invariables y a cada momento reparadas frescura y lozanía, como si se le estuviera creando por minutos en el molde de las conciencias sucesivas de los hombres que en él se sacian?

Raúl SILVA CASTRO

(1)A “Patria” pertenece, es preciso hacerlo pertenece, es preciso hacerlo presente, aquel salvaje poema publicado como cartel de “Claridad” en su núm. 111, que comienza: Con once mil monjas vive en un convento…

(2) En el prólogo a “Guerra Junqueiro: Sus mejores poemas”, selección de Eduardo Barrios y Roberto Meza Fuentes, a propósito de la cual se escribe este artículo, se puede seguir el pensamiento político, filosófico y religioso del poeta lusitano, a través de diversos testimonios. Autor del estudio aprovechando por nuestros compiladores en su bella tanto como útil obra –pues muestra a Guerra Junqueiro en todas fases de su vida y de su obra –es el crítico portugués Agostinho do Campos, amigo personal del poeta.