Mi madre, Juan Gandulfo y la muerte

Hace algunos años, tal vez seis o siete, llegué yo a Santiago. Regresaba del último viaje que hice en busca del verdadero hombre que había en mí. En la estación, esperando a ese hombre, que quizás no llegó, pues hasta este instante nadie sabe si el llegado aquella noche era yo o era el que yo había ido a buscar, en la estación, digo, estaban tres personas: mi madre, Juan Gandulfo y González Vera. Nos abrazamos, y nos abrazamos estrechamente. Éramos buenos camaradas. De esto hace, como dije, seis o siete años. Hoy, de aquellas tres personas que me esperaron y me abrazaron, sin saber con seguridad a quién esperaban y a quién abrazaban, pues bien podía ser el que llegaba otro distinto del que había partido, de aquellas tres personas, digo, sólo resta una. Es muy posible que esa una, restante, esté cerca de mí y que mi voz llegue a su oído; es muy posible que si yo le preguntara, por ejemplo: –¿Estás ahí? Su voz de hombre me respondiera, sin vacilar: –Sí, aquí estoy. Pero las otras dos personas ya no están. De ellas quiero hablar. Mi madre murió el día de Viernes Santo del año 1929; Juan Gandulfo, el día 27 del mes de Diciembre del año 1931. Hubo entre ellos, a pesar de la gran diferencia de edad, cierta correspondencia de espíritus, cierto afecto, nacido del concepto heroico que ambos tenían de la vida, concepto heroico que en Juan era jocundo y en la señora Dorotea, áspero, como roído por un ácido excesivamente agresivo. El uno empezaba, la otra finaba. Como resultado de este sentimiento heroico o trágico de la vida, existía en ellos una cualidad que es como la flor de aquél sentido: la audacia, virtud ésta atribuida generalmente a pícaros, y que anda en boca de los necios como alhaja fina en manos de pecheros, pero cuya alcurnia, indicada ya por el noble sonido de la palabra, es menester reclamar como patriotismo de elegidos. Ignoro si en Cirugía, oficialmente hablando, existe el elemento audacia y si él es tomado en cuenta al enumerar las bondades que deben exornar un cirujano. Posiblemente no; no he oído hablar nunca de un examen de audacia en Cirugía. Y es de lamentarlo. La audacia es un sentido que pocos hombres poseen. Es como la videncia, sólo que la videncia no es acción, considerada la acción en su sentido de ejercicio externo, sino un fenómeno mental suscitado por la imaginación reproductora, que anticipa, por combinaciones de probabilidades y en una forma casi matemática, una suma de acontecimientos a realizarse. La audacia es la acción por excelencia, lo activo de la videncia, el hecho de prever y realizar ahora, en este instante, un movimiento que va a suceder después. El vidente es sólo un individuo de imaginación exacta; los hechos que predice están casi siempre fuera de su área de desplazamiento físico y muchas veces no le interesan; él no los realizará. El audaz, por el contrario, imagina y realiza instantáneamente y, colocado dentro de la acción que él ha provocado, la dirige. Un hombre vidente puede ser un individuo contemplativo, estático; un hombre audaz debe ser dinámico, actuante, poseedor de una mentalidad ágil y de un criterio firme. Esto se comprende mejor si se habla de un cirujano. Hablando cierta vez de un medico, cuyo nombre ya he olvidado, Juan Gandulfo me decía: –Me irrita trabajar con él. –¿Por qué?– le pregunté. –No será nunca un buen cirujano. Le falta criterio y decisión. Cuando está con el bisturí en la mano, no sabe qué hacer. Se ha demorado cerca de dos horas en una hernia que otro habría operado en cuarenta minutos... Me daban ganas de darle un puntapié por debajo de la mesa. A aquél médico le faltaba criterio y, faltándole criterio, le faltaba audacia; la sangre se le imponía y lo cegaba, paralizándolo. Obraba por costumbre, no por iniciativa. Por mí parte, creo que la rápida carrera que Juan Gandulfo realizó cómo cirujano se debió no sólo a su dedicación y estudio, sino también y más que nada, a su criterio, a su mentalidad ágil, a su audacia, en fin, que le permitía dilucidar, mientras trabajaba, las dificultades que el caso le iba presentando. Pero la audacia, si ha de ser una virtud perfecta, debe tener un regulador, un freno moral: el sentimiento de la propia responsabilidad, sentimiento que Juan Gandulfo poseía en alto grado y sin el cual la audacia no es mas que una fuerza inconsciente. Un día fui a esperarlo a la salida de la Clínica del doctor Lucas Sierra, en el Hospital San Vicente. Apareció con los ojos como hinchados, los labios abultados, ceñudo. Apenas me saludó: –¿Qué te pasa?– interrogué. –Tengo rabia– me gruñó. –¿Por qué? No me respondió. Pero de pronto yo me acordé: –¡Ah!– le dije– ¿La viejita? –Sí– me contestó.– Fíjate que amaneció muerta. Es el único operado que se nos ha muerto en el año... ¡Qué mala suerte! Todos hemos estado rabiosos en la Clínica: don Lucas, el gringo Constant, la Eleanira. Estaba bien... ¡y le fallan los riñones! Amaneció muerta... ¡Puchas que tengo rabia! Pero no terminan aquí las conexiones y relaciones que, a mis ojos, existían entre el espíritu de Juan Gandulfo y el de la señora Dorotea. Existía también la confianza, la firme confianza, la seguridad de uno en otro. Juan Gandulfo habría confiado a mi madre, sin vacilación, cualquier secreto, por grave que fuera y mi madre, a su vez, procedería de igual modo. De esta manera, se comprende que el único médico bueno que existía en el mundo, mejor dicho, el único médico que a ella podía mejorarla o aliviarla, fuera el doctor Gandulfo; la confianza en don Juan hombre se extendía hasta don Juan médico. Esto no es extraño. Los amigos íntimos de Juan Gandulfo recordarán la ilimitada confianza que nos inspiraba como amigo y como médico. Como amigo, aun las cosas más guardadas, más profundamente íntimas, hasta aquellas en que iba envuelto el honor propio o el ajeno, le eran confiadas sin temor alguno; su boca era tan fiel como su corazón cuando de amistad se trataba. Como medico, igualmente. Recuerdo que una vez fui operado. Era un caso incierto, tal vez delicado, quizás peligroso. No se sabía con seguridad. Sin embargo, yo no experimenté, antes de la operación ni después de ella, ningún sobresalto, ninguna duda sobre mi destino inmediato. Entré a la anestesia diciendo chistes. Sabía que mientras yo estuviera anestesiado, tendido en. la mesa de operaciones, mi amigo Juan, en el cual yo tenía tanta confianza y tanta fe, velaría por mi suerte. Pocos días antes de morir mi madre, llevé al doctor Gandulfo a mi casa, ella me lo pedía. Yo le había objetado: –Pero, mamá; El doctor Gandulfo no es especialista en estas enfermedades. –Eso no importa– me replicó.– El doctor Gandulfo me da unas tomitas muy buenas... Pero ya las tomitas eran ineficaces. Mi madre se dio cuenta de ello y su agonía empezó. Su última esperanza se desvanecía y entró en la muerte. Murió, como he dicho, el día de Viernes Santo del año 1929. Uno o dos años después, conversando con Juan Gandulfo, le dije, como quien se confiesa de algo que considera una falta: –Desde que enterré a mi madre, no he ido a visitar su tumba. Me confesó: –Yo tampoco he ido nunca a visitar la de mi padre. Y luego agregó: –¿Para qué? El cementerio es un lugar tan desagradable, lleno de tierra y de paredes color de muerte. ¿Qué le pueden decir a uno las tumbas? absolutamente nada. Al contrario. Le enturbian o le ensucian la imagen o el recuerdo que uno tiene de las personas que han muerto y que quiso. Yo asentí en silencio. Tenía su mismo juicio. Para mí no había nada más puro, más claro y al mismo tiempo más fuerte y hondo, que la imagen visual mental que yo tenía de mi madre y que tengo aún, que tendré mientras aliente, imagen que en cualquier momento puedo crear con sólo quererlo. La veía y la veo, dentro de mí, como por un objetivo fotográfico, alta, vestida de negro, rodeada de luces verdes, rojas y blancas, moviéndose como en un paisaje de jardín. Esa imagen me da la sensación que yo guardo de ella y de lo que en ella, como ser humano, amaba: sus movimientos, su color, su vida, su espíritu, en fin. Lo que está en el cementerio no es lo que yo he amado, es otra cosa, una cosa inmóvil, fría, indiferente a todo. Lo demás se ha desvanecido y no hay nada ni nadie que pueda juntarlo y formar con ello una imagen igual a la que yo poseo de ella. ¿Para qué, entonces? Pero yo no sabía en aquel tiempo y quisiera no saberlo aún, que un día alguien, con voz trémula me iba a decir: –¿No sabe? Juan Gandulfo ha muerto... Juan Gandulfo ha muerto. Es decir, su abstracta semejanza con mi madre se ha acentuado. La vieja y el joven finaron ya y mudas están las bocas que hablaron, sordos los oídos que oyeron, inmóviles los cuerpos que un día marcharon. Otro hombre ha desaparecido. Pero una nueva imagen ha crecido en mí. La llevo dentro, como la de mi madre, y dentro de mí, cuando así lo quiero, Juan Gandulfo revive. Lo veo hablar, lo veo reír, lo veo andar; se mueve, frunce los ojos, se le ensombrece el rostro de ira, se le ilumina de alegría; gesticula a veces como un meridional, amenaza, después arrulla; se echa hacia atrás, riendo, con las manos en los bolsillos, y luego, cuando la risa llega a su clímax, se dobla violentamente, juntando las manos sobre las rodillas. Espíritu demoníaco más que dionisiaco, trágico, piadoso, violento, dulce, agrio, un hombre sobre la tierra, en fin, su espíritu y su imagen llenan mi espíritu mientras escribo. Podría describirlo detalle por detalle, reproducir en palabras su figura, crear, literariamente, un Juan Gandulfo igual al que vive ahora junto a la imagen de mi madre; pero sería, de todos modos, un ser mío, una creación mía, una imagen mía, distinta seguramente a la imagen que sus demás amigos guardan de él. No quiero desfigurar la de ellos mostrando la mía; no quiero desfigurar la mía mirando la de ellos. Dejemos que la de mi madre crezca y viva ahora junto a la de Juan Gandulfo. En mi espíritu vivirán mientras yo viva y sólo habrán muerto cuando yo ya no tenga fuerzas para sacarlas del recuerdo y resucitarlas con mi aliento de amor, es decir, cuando yo haya muerto también.

Manuel ROJAS.