BENAVENTE Y EL PREMIO NOBEL

Distinguido la Academia Nobel a jacinto Benavente con el gran premio que reparte según los términos del legado de su providente fundador, se ha conseguido atraer la atención del mundo sobre la literatura española, y esto ha sumido en esperanzas a muchos escritores peninsulares y en general a quienes aman el espíritu hispano. Puede ser que empiece a fundirse el hielo que cerca de España y la aísla del mundo: hay ya mil indicios de que los pueblos extranjeros, los que hablan otros idiomas tienen otras culturas, llegaran al dia a comprender plenamente el alma española, y de que ese dia ya se acerca. Basado en este hecho, Enrique Diez- Canedo, de quien no hay necesidad de hacer elogio alguno ni menos presentación a un público de mediana cultura, ha podido decir que suena en estos instantes la hora de España, es decir de la época de una como rehabilitación y preafirmación de sus valores intelectuales, tanto tiempo olvidados o menospreciados. Como se ve, se aparta del homenaje otorgado por la academia Nobel la personalidad misma de quien lo ha recibido, haciendo ver como es este el índice más bien de que fuera de España se aprecia su genio literaro y se avalora la trascendencia de sus manifestaciones actuales. La ocasión ha sido propicia, y han salido a relucir en torno al dramaturgo laureado con tan alta recompensa las criticas favorables y las negativas, tratándose de desmentir éstas con el pueril argumento de que una conciencia superior de arte animaría a quienes en Suecia, dispensan esa como lotería literaria, “tirada no del todo al azar”–– como ha dicho Diez-Canedo––. Parece, sin duda, lo mas cuerdo alejar de este galardón la figura personal de Benavente, como ya se ha solido hacer en mas de un caso semejante: Tagore, al recibir el premio Nobel, hace ya algunos años, no nos pareció, no podría aparecernos como dueño absoluto de la magna nombradía que aquel acuerda, sino que siempre se pensó que se había premiado en él al genio mismo de la raza a que pertenece, el admirable carácter de la lengua lengua benalí que le sirvió para traducir sus íntimos ritmos, y hasta el espíritu de todo aquel continente asiático que nos aparece velado por la sombra fumante de unos inextinguibles pebeteros rituales... Lo mismo ocurre hoy: habría revelado una ausencia imperdonable de sentido histórico en el juicio de la literatura, otorgar una recompensa como el premio novel a un simple dramaturgo. Ni es el drama el género literario mas actual ni mucho menos tiene un valor de futuro; la vida misma nos aleja de el por las dificultades que su acción comporta y por el carácter rígidamente fragmentario de su técnica. Por lo demás, no puede negase que en el drama—hoy lo vemos con claridad—hay limitaciones ineludibles que no entraban la acción de la novela ni el desarrollo armónico del cuento ni hasta el giro cada vez más humano de las diversas formas poemáticas. ¿Se imagina el lector que en el futuro, cuando se quiera reconstruir la existencia de nuestros días, se acudirá al drama, que se ha mantenido siempre con la cándida ilusión de que era él quien mejor sabía reproducirla? No. Otros son ya estos testimonios auxiliares de la historia; hay fuentes más dignas de fe para formarse una idea de la vida en un periodo dado de la evolución de un pueblo, de una raza. ¿O es que se piensa que en los dramas de Ibsen hay más contenido vital que en las novelas de Bjorson, de Selma Lagerlof (por no citar sino a representantes de un mismo espíritu racial)? En Ibsen, lo mismo que en Shakespeare, buscamos hoy más que una concreción de la existencia nórdica, mas que una revelación de sus caracteres espirituales, la concreción y revelación de la existencia y del espíritu humanos en una época dada, al fin del siglo XIX y la aurora sangrienta del actual. En el caso de un dramaturgo de tanto genio tenemos, pues, un desengaño que pudiéramos llamar meliorativo del contenido corrientemente aceptado a su arte; buscando tipos de una patria individual nos encontramos arquetipos, o ideales o que no reconocen más tierra natal que el mundo entero y que lo mismo gimen en Noruega por la libertad y la acción de un pueblo como sollozan en nuestra América por la previsión y el esfuerzo salvadores. Ahora, en el caso de este dramaturgo español, el desegaño seria peyorativo: habíamos creído encontrar en sus obras el carácter de España trasladado con la fotográfica verdad que pide el teatro del presente, y en cambio tenemos creaciones de una vida débil, enfermizos engendrs en los que el soplo creador de las grandes almas no ha podido infundir, por su ausencia, más vigor, más presión de humanidad latente y fecunda. Benavente ha hecho la comedia de una ralea de los estratos sociales españoles que pertenece a un tipo humano inferior; esos burgueses benaventinos, con sus pequeñas intrigas, su pequeño y amilanado corazón, viven también al otro lado de los pirineos y hay quinientos dramaturgos en Francia que los han hecho actuar en las escenas de incentables piezas dramáticas, sin que haya recibido aún ninguno de ellos el premio Nobel que a Benavente se da... Por todo lo expresado es mucho más cuerdo considerar a España entera—representada por sus escritores—recibiendo moralmente la recompensa que creó el culto fabricante de explosivos. Suena ya para la intelectualidad peninsular la hora de salir, como antes, en los siglos de oro, a imponer sus normas originales y propias al espíritu del mundo entero, y así como entonces hubo novela en España, y novela inmortal, habrá hoy sin duda en ella algo nuevo en que los escritores de todos los países tengan que observar y cuyo influjo no podrán rehuir. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Italia se traducen las obras de algunos españoles de moderna data, como Baroja, Unamuno, Atomar, Miró, Gómez de la Serna y otros, y se representa en sus escenarios el teatro clásico que vale tanto como el de Grecia en su período áureo y como la obra vigente de Shakespeare, aunque algún adolescente indocto frunza el ceño y abomine de acciones que no ha penetrado, de versos que no ha leído, de un espíritu literario admirable en la robustez solidísima de su estructura. Todo nos indica que el Renacimiento actual de España, de las letras españolas es comparable al impulso férvido de de los días clásicos, y esto que suena aún a nuevo empieza a ser conocido y apreciado en las diversas lenguas en que se produce el mundo civilizado, y empieza asimismo a despertar en todas partes el deseo de estar informados de esa tierra en que se desarrolla una literatura frondosa, exuberante, llena de vigor y de variedad, de encanto y de fortaleza, como la misma habla castellana en que se traduce con tan justa magnificencia.

Raúl SILVA CASTRO