DEL DIARIO DE UN CONSCRIPTO

Los terrenos de la fortaleza sometidos a la judisdicción militar, son completamente despoblados y dentro de sus límites no existen habitaciones ajenas. Sólo hay una excepción. A media falda de los cerros se levanta una vivienda miserable, un rancho que es propiedad del fuerte, sin embargo, donde vive un matrimonio muy anciano que time a su lado dos o tres chiquillos que no son hijos suyos. El se llama Jesús y ella Jesús también. El es un viejo alto, un poco encorvado, enjuto y duro aún; sus cabellos son blancos y caen hacia atrás en melena profusa; su barba también es nevada y larga, patriarcal. Viste un traje raído y se apoya en un bastón nudoso. Ella es pequeña, esmirriada, mísera; sus manos huesosas y temblonas salen de las mangas como dos ramas secas de un árbol; lleva la cabeza atada con un pañuelo de grandes cuadros, por debajo del cual se escapan algunas crenchas retorcidas y ásperas de color ceniciento; sus ojillos lagrimean. Nadie sabe cómo han venido a establecerse aquí. Parece que un comandante anterior les cedió la casa y algunos retazos aprovechables de terreno para que lo cultivaran a medias con él. Con gran trabajo los Jesuses desbrozaron el campo para plantar diversas semillas con cuyo producto confiaron vivir el próximo invierno. Las siembras fueron prósperas. A flor de tierra se encrespó el follaje de los porotos; las plantas de maíz irguiéndose con aires de mocitos petulantes, vibrando regocijadas al beso de las ventoleras. Pasó el tiempo. Los Jesuses se consideraron dueños de aquel campo quo fructificara bajo su esfuerzo; pero ahora acaba de llegar una orden para desalojar inmediatamente a todo individuo extraño al servicio, que viva dentro del margen de las fortificaciones. Hoy hacíamos ejercicio en la esplanada con una piezas de montaña de 9 milímetros, cuando aparecieron los dos viejos preguntando por su merced el señor oficial, Estaba allí cerca, vigilando las maniobras y ambos se encaminaron a él: el viejo, con el sombrero en la mano, descubiertas las canas que enmarañaba el viento; la viejita, insignificante, junto al marido. Expusieron su situación. Mi capitán afianzado sobre sus piernas abiertas, las manos en la espalda, preguntó: —¿Cómo se llama usted? El viejo miró a su mujer con gesto de consulta, temeroso. Fué ella quien repuso con voz cascada: —Se llama Jesús Narváez, su merced. Y como para explicar su intromisión, adujo: —Es sordo, su merced. Al oír esto, sulfuróse mi capitán que lo interrogó desde entonces a gritos, con voz tonante y gruesa. Por último, hubo de concluir resueltamente: —No sé, señor; la consigna es esa y usted se manda a cambiar. Daba lástima ver al viejo atento para adivinar el significado de las frases y, sin conseguirlo, inclinarse a su mujer a fin de acercar el oído. Humildes, angustiosos, lloriqueando, alegaban quo no tenían a dónde irse ni con qué transportar sus bártulos; que las siembras era lo único que poseían para vivir, que iban a morirse de hambre. Su merced permanecía inflexible; la orden se cumple a tuertas o a derechas, y si no tenían a dónde irse, se quedaban en el camino. —Pero, su merced, es una injusticia…—arguyó Jesús, limpiándose las lágrimas que filtraban en su barba rústica. Aquí fué la buena. —¡Cómo es eso! ¿Usted se permite juzgar a los superiores, viejo insolente? Se manda cambiar mañana mismo y reviente si quiere…a mí no me importa nada! Retírese de mi presencia. Todas las súplicas fueron inútiles. La vieja llegó a arrodillarse delante de él, pero el capitán dió vuelta la espalda. Los dos ancianos se alejaron por la esplanada, bajo la lumbre tristona de un sol de invierno. La mujer, con los ojos arrasados de lágrimas, tropezaba a cada instante en los pedruscos y todo su cuerpo flaco y débil se estremecía con las sacudidas. El hombre caminaba vacilante, un poco más encorvado. Se le había _olvidado ponerse el sombrero y lo conservaba en la mano.

Guillermo Labarca H.