DIVAGACIONES SOBRE POESIA

Decir que la poesía es eterna y que está por encima de todas las escuelas y sectas literarias, es decir una majadería, Pero es una majadería ésta que hoy conviene gritarla a medio mundo, porque a medio mundo piensa y habla como si no la conociera. Y así resulta la lucha encarnizada entre los académicos y los pequeños reformadores de la poesía que envuelven en su desdén inconoclasta a todo que no cuadre con las nuevas modalidades. Los pontífices de la poesía actual excomulgan ruidosamente a los que se atrevieron blasfemar contra la rima rica o la censura justamente colocada, y éstos, por su parte, levantan como lábaro un procedimiento innovador, que es a veces la negación de todo procedimiento, fuera del cual no existe, según ellos, ni el menor átomo de verdad poética. En torno a esta discordia vibran los comentarios apasionados y rotundos, pero se oye muy pocas veces, o no se oye nunca, la voz serena y alta que diga, con la eterna palabra, la verdad eterna. Tres grandes motivos, infinitos y misteriosos como la Vida, son los que han hecho afluir el verso a la boca de los poetas de todos los tiempos: el Amor, el Dolor y la Muerte. Casi no hay sentimiento, aún el más refinado y sutil, que no sea una de sus innumerables variaciones. El Amor, sobre todo, ha atravesado y atravesará los siglos envuelto en las canciones de los hombres armoniosos. Hondamente sensual en Salomón, alegre y rociado de vino en la lira de Anacreonte, el Amor, que hizo llorar a Petrarca e iluminó por un instante la ruda faz del Gibelino, llega a la poesía moderna como un motivo virgen e intocado, lleno de mil matices raros y desconocidos, apto aun para dar la nota nunca escuchada, y esto después de varios siglos de cantar, después de haber sido exaltación mística en los trovadores del medioevo, instinto divinizado de placer en la lírica del Renacimiento y pretexto de llanto melodioso en los poetas del Romanticismo. Mas he aquí que surge una escuela novísima y que su hombre representativo declara enfáticamente: “Ya no debe inspirarnos el Amor. Eso era bueno para los románticos llorones. Los poetas del siglo XX deben cantar la fuerza muscular, el humo de las fábricas y el fragor de las locomotoras.” Esa escuela se llama el Futurismo y ese hombre es Merinetti. Y el pecado original de ambos es el de catalogar ciertas emociones como las únicas dignas de inspirar los cantos de hoy. Sí siguiéramos a Marinetti deberíamos emocionarnos ante el chirriar le las poleas o ante el vuelo de un aeroplano; deberíamos odiar la Naturaleza, predicar en verso la voluntad y la energía, y entonar loas a los “self made men”; despreciar rotundamente la poesía que queda atrás y, entre los modernos, respetar tan solo a Walt Whitman y acaso a Verhaeren por ser éstos los únicos que se acercan ideal futurista. Esta escuela, pues, más que ninguna otra, ha querido limitar y encadenar la Poesía. Porque, al fin y al cabo, las de antaño sólo querían imponer nuevas maneras de expresión que no tocaban lo que el Arte tiene de más esencial y divino. El romanticismo fué, a mi ver, la última escuela posible, porque fué, ante todo, una revolución literaria que recobró para el Arte lo que le habían quitado los serviles seguidores de la antigüedad griega: su libertad, es decir, su vida misma. A las demás—las que nacieron en Francia, por ejemplo—sólo debemos considerarlas como cenáculos de artistas a quienes unía una semejante concepción del arte poético y que apenas si quisieron abrirle nuevos caminos a la vieja Poesía. Esas escuelas han desaparecido es la emoción divina que lograron aprisionar en sus formas transitorias. Pasaron el Parnaso y el Simbolismo, pero quedan Baudelaire y Verlaine. Y queda la Poesía. Y en los siglos por venir, a pesar de Marinetti y los suyos, los poetas seguirán cantando, cada uno con su acento propio, y diferente de todos los demás, el dolor mudo de pensar y el presentimiento del sueño oscuro que todos hemos de dormir a la sombra de la Muerte. Y sobre todo, ante la irresistible atracción de la mujer, entonarán, de nuevo y a su manera, la eterna canción de Dafnis y Cloe.

Romeo MURGA