Vejeces y Reveses de la Política

DON ENRIQUE ZAÑARTU PRIETO

Si el tiempo o la indiferencia os hubiesen corroído la memoria y alzáceis un poco la túnica de este hombrecillo diminuto y vivaz que aspira invenciblemente a la Presidencia de la Republica, yo vería reflejarse en vuestros semblantes una riquísima sucesión de impresiones. Descubriríais en una piel velluda, las cicatrices y los tatuajes más diversos. Ellos encaminarían vuestra imaginación y reconstruirías toda una vida de andanzas contradictorias; de leyendas de transformismo superficial, a la manera india, y hasta de aventuras audaces, alguna de ellas corrida en medio del trueno, reviviendo en sarcástica semejanza en el suelo y la idiosincrasia chilenos, los momentos de violencia y de pasión con que algunos profetas sublimaron las páginas ardientes de la Biblia. Pero una mirada del conjunto llevaría inmediatamente vuestra impresión a términos exentos de engaño. Todo el prestigio con que lo imaginárais descendiendo las atmósferas tempestuosas del Sinaí; toda la admiración que reservárais para sus tablas de la ley, en las que supondrías escritos los diez mandamientos de la Salvación Nacional, y hasta la curiosidad psicológica que os inspirasen sus actitudes cambiantes, se volverán repentinamente del revés. Y veríais no ya a un Moisés que baja de la montaña envuelto por el trueno y circundado por el rayo, conduciendo las piedras gravadas a golpes de la cólera divina, ni siquiera a un brillante buscador de forma en el mundo de la política. Todo eso se tornaría en una sugerencia vulgar: un Frégoli que parece tomarse en serio a sí mismo, llevando en una mano un hacha sin filo, mientras la otra le sirve para hacer señas a quien—como en el cuento ejemplar—le ayudará a dar vueltas al molejón.

Empeñoso Cirineo de su ambición impenitente, este hombrecillo vá, de colina en colina, arrastrando la cruz mesiánica de su candidatura presidencial. Los hombres, las doctrinas que representan un poder o una influencia, se suceden y pasan. Pero, sean cuales fueren, no permanecen mucho tiempo sin que este Cirineo llegue hasta ellos y merodee a su sombra. Si fracasa la promesa de esa sombra, porque fue desplazada por la de una nueva situación, don Enrique, vuelve a su tienda de nómade político, espera los acontecimientos y prepara su cruz para marchar de nuevo hacia dos auspicios del poder advenido. Don Juan Luis Sanfuentes, hombre que antes de nacer había descubierto un principio que los demás políticos suelen obtener tan solo en la madurez: el de que Chile debe ser un espectáculo, un tinglado, a veces dolorosos, pero siempre lucrativo para los buenos tramoyistas, puso a don Enrique en el camino de las áureas esperanzas. Al lado de aquella figura de aspecto un poco patriarcal y de fondo fenicio, nuestro hombre pasó a un plano de actuaciones notorias y de halagadoras perspectivas. Entonces fue un favorito del poder, un gestor necesario de sus decisiones, un defensor de un significación ante la realidad nacional. A su turno, corespondióle también lanzar las voces despavoridas del ganso en el Capitolio Sanfuentino… Se aproxima la campaña presidencial y sus primeros vestigios anunciaban las violencias de una lucha irreductible, los peligros de un desenfrenado antagonismo, de ambiciones. ¡Annibal ad portas! Don Enrique se lanzó a las provincias, se dirigió a los ciudadanos, llamó a las puertas de las organizaciones de influencia para prevenir el próximo asalto del poder. Supo acentuar las entonaciones de sus discursos, de sus cartas, de sus manifiestos, con los matices emocionantes del profeta que anuncia la cólera divina. Así, el señor Zañartu llegó a ser más visible, el más encarnizado enemigo del candidato que para escalar las alturas presidenciales había elegido, como el mejor juego escénico, las llamaradas de la revolución social… Combatió esa candidatura porque ella significaba un fatal contratiempo para sus esperanzas y porque todos sus intereses eran entonces adversos a los suyos. En aquella lucha, se jugaba, respecto de él, una situación total. Le opuso, pues, el total acopio de sus energías. Todos los elementos más o menos libres que las circunstancias identificaban aparentemente con la candidatura del señor Alessandri, atrajeron sobre sí, además de las persecuciones, los encarcelamientos, los crímenes de la oligarquía conservadora, el odio activismo y personal del señor Zañartu. Los execró en sus giras a través del país, los infamó en sus discursos, los señaló siempre con el índice exterminador. Estas actividades de don Enrique parece que llegaron a resolverse en un verdadero proceso patológico, cuya crisis fue aquella arenga que, pronunciada una tarde memorable desde los balcones de la Moneda, ante una ebria muchedumbre de jóvenes patriotas, le inyectó tanto coraje, le comunicó tal enardecimiento, la conmovió tan intensamente, que la muchedumbre de jóvenes no pudo esperar que el señor Zañatu acabara la última frase de su discurso. Los jóvenes habían comprendido que hay un momento en que las palabras bastan y se fueron a saquear el Club de Estudiantes, a quemar los libros de su biblioteca, a destruir sus obras de arte, a dar de cuchilladas a los retratos de sus hombres ilustres y de sus grandes maestros! Aquel discurso que, en algunos momentos pudo remontar a don Enrique, en la imaginación de sus oyentes, a las cumbres del Sinaí, se proyectó en la conciencia de las clases doradas como un éxito casi heroico. Fue en efecto, el zenit de su carrera de favorito, la culminación audaz en su juego de actitudes para conquistar el poder, el honor y la gloria.

Uno de esos golpes que la vida suele jugar a los intereses humanos en la hora de los encuentros decisivos, desorientó para don Enrique el camino de las conquistas y situó el objeto precioso al otro lado de la trinchera. Hombre que supo trocar en favorable complicidad hasta el cambiante vuelo del viento, don Arturo Alessandri, triunfó. Un acontecimiento semejante dejaba a don Enrique sin techo, lejos de las sombras propicias y prometedoras del Gobierno. Se replegó para calcular y mensurar la nueva situación. Muy pronto los diarios anunciaban su propósito de sumergirse en colaboración a las actividades del señor Alessandri, mediante una sencilla voltereta hacia la Alianza Liberal. Pero vivos desacuerdos en el orden de las compensaciones impidieron aquella alianza. Todo se redujo a una escaramuza de ambiciones y a una lección objetiva acerca de la esencia de la política, surgida inútilmente ante los ojos del electorado inmortal!

Constante, móvil, en un insomnio de años, don Enrique ha errado sin fatiga poniendo ya una piedra, ya un trozo de argamasa en los cimientos de su vieja esperanza. Ha sabido captar alianzas, inflirtrarse en organizaciones, que alentadas en su nacimiento por él mismo, habrán de servirle en la construcción de su sueño. Así, promoviendo el nacimiento de la Unión Agraria y luego el de la Asociación del Trabajo, ha ido como su gestor a los provincias a aconsejar a los grandes industriales , a los terratenientes, a los capitalistas, que se organicen, para la defensa de sus intereses y de sus fortunas amenazados por los atisbos inquietantes de la demagogia, del comunismo, de la revolución social. Y, al exponerles los recursos de dinero que era necesario aportar para estas organizaciones de defensa social, las agrega textualmente, en las asambleas casi secretas a que solía convocarlos: “Hay que dar dinero para la Asociación, hay que contribuir. Es preciso desprenderse de algo para evitar perderlo todo.” Y luego surgía de sus palabras el cuadro de perspectivas oscuras de terror: “el pueblo ensoberbecido con los discursos, los vocativos y las cortesanías aduladoras de ciertos políticos; enardecido por prédicas subversivas, soliviando por odiosas doctrinas. “He ahí la catástrofe que hay que detener. “ El otro de los consejos que el señor Zañartu obsequiaba a sus afortunados oyentes, era el de que abandonasen las diferencias de la política. “Lo esencial en los hombres que han de llegar al poder—decía—no es que sean radicales, ni liberales, ni conservadores. Lo esencial es que sean nuestros: que los industriales elijan a un industrial, que los capitalistas elijan a un capitalista y los terratenientes, a un terrateniente. No más políticos profesionales! Sólo así podremos oponer una fuerza a la catástrofe que viene! En cuanto a mi—terminaba—yo no soy un político: soy un hombre que, poseyendo algunos recursos de fortuna, entrego mis esfuerzos y mis sacrificios al servicio de la sociedad y de la patria”! Tiene, pues, el señor Zañartu, una labor avanzadísima entre los grandes árbitros electorales que poseen los recursos casi decisivos de su influencia y de su dinero. Ante ellos será el baluarte del régimen, el defensor de las proporciones establecidas entre las clases y entre los hombres de la sociedad.

Hecha ahora a reactivar sus aspiraciones de acogerse a los favores del gobierno. Principió auspiciando y defendiendo con aparente desinterés la política y los procedimientos gubernamentales, en el Senado. Termina ahora tratando francamente y obteniendo su penetración a las esferas prometedoras de la Alianza . En semejantes circunstancias puede afirmarse que el señor Zañartu, no se halla muy distante de reconstruir su situación de las postrimerías sanfuentinas. Sigue rehaciendo su camino hacia el poder, hacia el honor, hacia la gloria! Pero aunque le fueran favorables hasta el fin los acontecimientos de la política, y llegara al poder, no alcanzará ciertamente los favores del honor ni los halagos de la gloria. Como todos los políticos que por cualquier camino quisieran llegar a su encuentro, don Enrique vivirá y pasará sin que la sombra grácil de sus alas cubra su frente. Con sus andanzas tortuosas, con sus contradicciones y sus transformaciones sin decoro, con su infinita y constante destemplanza moral, los ha alejado de sí para siempre!

A. NOBRIAN.