MI ANARQUISMO

Hoy, que un verdadero apasionamiento por el estudio de las corrientes ideológicas avanzadas se ha apoderado de la juventud, publicamos artículo que sobre la doctrina anarquista escribió Barret, uno de los hombres de espíritu más libre e independiente de la América toda.

Me basta el sentido etimológico: «ausencia de gobierno». Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo. Será la obra del libre exámen. Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden, y que sin gobierno se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas. Pero si se fijaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo, verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros económicos. Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad de caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se negaron a aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno científico; su libro era la ley. Había otro legisladores: San Agustín, Santo Tomás de Aquino. ¿Y qué ha quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo. Sabemos may bien que la verdad se funda solamente en los hechos. Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará su autoridad como un argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el terror. El que descubre se limita a describir su experiencia, para qué todos repitan y verifiquen lo que él hizo. ¿Y esto qué es? El libre exámen, base de nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quien será el loco que la tache de desordenada y caótica? La prosperidad social exige iguales condiciones. El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al libre exámen político. Hace falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es preciso abolir. Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común asenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara, qué se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y su crueldad. Tal vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas. Nuestra sociología esta aún en la infancia, y no las conoce. Es indudable qua nos conviene investigarlas, y que sí las logramos esclarecer nos serán inmensamente útiles. Pero aunque las poseyéramos, jamás las regiríamos en Código ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si en efecto son leyes naturales, se cumplirán por si solas, queramos o nó: Los astrónomos no ordenan a los astros. Nuestro único papel será el de testigos. Es evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales. ¡Valiente magestad la de esos pergaminos viejos qua cualquier revolución quema en la plaza pública, aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del gendarme usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa. ¡Y qué gendarmes! Para comprender hasta que punto son nuestras leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio de la humanidad, es suficiente contemplar los armamentos colosales, mayores y mayores cada día, la mole de fuerza bruta que los gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos minutos más, el empuje invisible de las almas. Las nueve décimas partes de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociología, cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de las razas más «inferiores», para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energía humana. La ley patea los vientres de las madres! Estamos dentro de la ley como el pié chino dentro del brodequín, como el baobad dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos voluntarios! ¡Y se teme «el caos» si nos desembaramos del brodequín, si rompemos el tiesto y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿qué importan las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos ciertos de que serán bellas y nobles, como las del árbol libre. Que nuestro ideal sea el más alto. No alto. No seamos «prácticos». No intentemos «mejorar» la ley, sustituir un brodequín por otro. Cuanto más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos enseguida al lejano término. Así señalaremos el camino más corto. Y venceremos. ¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se resume en el libre exámen. ¡Que nuestros niños examinen la ley y la desprecien!

RAFAEL BARRETT.