Reveses y Vejeces de la Política

Hay un punto de semejanza notoria entre las chimeneas de los hogares y los partidos políticos. Cuando se acerca la hora de las meriendas, se coronan igualmente de un penacho de humo. No es, por cierto, una semejanza que llegue demasiado lejos. Los tranquilos obreros que ven el humo en la chimenea de sus casas, llevan, marchando hacia ellas, una seguridad jamás defraudada. Aun escasos y pequeños, allá les espera el plato caliente y el plan bueno. Al conducirles, se diría que sus pies son sabios; que su ansiedad es inteligente, y es innegable que ellos mismos son hombres de buen sentido. A su turno, el penacho tradicional se eleva por encima de los tejados que cubren la casa común de los políticos. Se acerca la hora de la merienda. Hay que llamar a los pupilos y reunirlos. Todos se hallan dispersos, distantes y atareados; pero esta chimenea tiene una organización admirable; nada en olla se pierde. El hollín del humo es aprovechado y produce una excelente forma de reclamo: va a ennegrecer las páginas albas y se traduce en manifiestos, proclamas, proyectos; aparece en las columnas de los diarios. Los tranquilos obreros,—la gran masa soberana y ausente—leen, comentan, se emborrachan con el humo, se agitan y marchan. Van hacia la panacea, hacia Jauja, hacia el Eden. Lo mismo que para a sus casas, este camino lo recorren siempre: ayer por 'reformas sociales' por la 'equitativa distribución de los beneficios y las cargas públicas' por la 'reivindicación de los pobres', por la 'justicia' por el 'amor fecundo' Hoy lo recorrerán por la separación de la Iglesia del Estado, por el triunfo de la democracia, por la próxima realidad del comunismo. Pero a la postre, resulta que fueron parroquianos de pega; que en la merienda los necesitaban, pero no para que merendasen. Soñaron en Jauja y despertaron, como siempre, tirados en el arroyo. El humo, el hollín, las proclamas y los proyectos, eran escaramuzas. Mas, no hay cuidado; ya volverán a emprender el camino. La experiencia los hace testarudos. Y siempre son más papanatas que la última vez.

Tan interesantes como las escaramuzas de los partidos, son las de cada hombre, político. Frente a ellos, los tranquilos obreros parecen culminar en bonachona, bobearía. Desde que un interés advenedizo las metió a representar la escena cívica del voto electoral; desde la segunda hora de la República hasta la que oyó el verbo heroico de don Arturo Alessandri, los tranquilos obreros vienen siendo para cada político los más constantes, los más fervorosos y hasta los más abnegados parroquianos de pega. Los tranquilos obreros se engañan siempre, y siempre aguardan al que lleva la túnica del Mesías, al que les hará soñar en el paraíso. Y el despertar es eternamente el mismo. Menos mal: los políticos suelen—aunque rara vez—engañarse. El Mesías suele fallar en habilidad y mostrar bajo el disfraz de la túnica, el barro del aventurero o la cicatriz de una vieja llaga. Entonces el que comenzaba a ser ídolo comprende que a perdido la partida y va a acogerse a un mediocre silencio donde espera el olvido y fragua el mecanismo de su próxima escaramuza, de su reaparición en el campo en que, vestido de nuevo salvador, volverá a escamotear promesas y a saltar por el aro de la esperanza.

Un revés de, audacia, un paroxismo de osadía proyectados sobre toda su función de Ministro, hizo rodar a don Héctor Arancibia Laso hacia el muro tras el cual se recomponen silenciosamente las coyunturas deshechas por las caídas. Estaba a la diestra del Padre, y cuando el Padre descendiese, el ocuparía su puesto, él, que en la llanura dé los combates condujo a los ejércitos hacia el resplandor victorioso de la gloria Ebrio de su fuerza y de su audacia, se perdió en desbordes inauditos. Ante Carlos Vicuña Fuentes, grande y puro, que caía en sacrificio a las ambiciones de los Ministros de la Alianza Liberal; frente a Antonio Pinto Duran, víctima de un evidente despojo; en grosero desafío a los más árduos problemas; la cesantía obrera, la huelga carbonífera, la viruela epidémica, la miseria, el hombre, don Héctor Arancibia Laso dejó ver su más sincero, su más genuino recurso de solución: en sus manos, el garrote; en las de las carabineros, la bayoneta y la bala con orden imperativa de funcionar. Los tranquilos obreros se quedaron espantados; los burgueses, atónitos; subió el cambio. Pero don Héctor se despeñó. La cumbre próxima y accesible, huyó como un vano sueño. La realidad se le hizo hostil y la esperanza, neblinosa. El manto de indemnidad que el Padre había puesto sobre sus hombros no pudo sostenerse y cayó a sus pies… Don Héctor, sombrío, áspero, con un gesto de rebelión contra lo que no podía comprender y que no comprendería talvez nunca, regresó a su puesto de segundo término. Al andar iba moviendo las piernas y los brazos como un atleta rabioso. Sus ademanes y su indignación oran una paradoja. Hería de sarcasmo y daba una extraña pena. El Padre lloraba en silencio.

A. NOBRIAN