GLOSA DE MI ALDEA

EL ARTE DE BOSTEZAR EN ¡CUATRO TIEMPOS!

Los que vienen de las urbes a la aldea tienen mucho que aprender. Los aldeanos nos reímos de las gentes inexpertas en asuntos del cultivo de las tierras y en su modo de vivir. Y, con esto, nos vengamos de las burlas que nos hacen cuando vamos a cualquier pueblo a pasear. Nos critican nuestro modo de marchar por las veredas, como grandes boquiabiertos que admiramos a cualquier pelafustán y que observamos tonterías con la mayor gravedad. Nos acusan de mal gusto, de ser charros, de ser cursis y de bestias. Más, nosotros prescindimos de sus burlas. Y a la vuelta, en la aldea, comentamos los desaires y molestias que hemos experimentado. Nos tragamos nuestra hiel. Y esperamos a que lleguen a la aldea los señores de cualquier mala ciudad. Es entonces cuando salta la venganza que se encierra en nuestras almas. Nos juntamos los compadres a reírnos de los déspotas intrusos. Los dejamos buenos para nada bueno. Celebramos nuestros chistes con enormes comilonas y bebemos sendos tragos por las “planchas” en que pronto caerán. Nos reímos de sus “poses”, de sus botas charoladas, de sus cuellos relumbrantes de sus “eses” y sus “dees”. Sobretodo nos reímos de sus modos de hablar y bostezar. Hablan como si tuvieran una flauta atravesada en la garganta. Y no saben ni bostezar. Porque para bostezar como Dios manda hay que ir a nuestra aldea. Mis compadres poseen aquel don innato. Yo lo he tenido que aprender posteriormente y todavía no me siento muy perito en ello. Para bostezar como Nuestro Señor manda precisa, ante todo, sentarse en un cómodo y amplio sillón. Una inspiración profunda, prolongada, interminable. Se alza ligeramente la cabeza, se entornan los ojos y, por fin, suave y lentamente, se empieza a abrir la boca. Hay que abrirla bastante. Ochenta, noventa grados. No importa que se luxe la mandíbula, porque en la aldea hay muy buenas “compositoras”, dada la frecuencia del accidente. Y, por otra parte, luxarse la mandíbula es un justo timbre de honor. Se ha bostezado bien. Como Dios manda. Simultáneamente con el agradecimiento de la cavidad bucal, hay que estirar los brazos, uno hacia delante y otro atrás, apartar los dedos de las manos, lanzar un prolongado gruñido en la espiración, estirar las piernas y finalizar el acto quedando apoyado únicamente con los tacos en el suelo y con la nuca en el respaldo del sillón. Eso es bostezar como lo manda Dios.

LA COSA SE TORNA GRAVE Y TRAGICA

Noto que me estoy poniendo viejo y gruñón. Las lluvias me resfrían en el invierno y me ponen reumático en el verano. La criada me mira de mal humor. No me cepilla a tiempo la ropa del Domingo para la salida de misa, y me parece que el café por las mañanas no es tan bueno u oloroso como en otra época. No hay duda alguna. Estoy envejeciendo y vivo demasiado solo, demasiadamente abandonado. En estas tardes lluviosas y primaverales me he dedicado, no se por qué razones, a pensar en mis buenas vecinitas, en las niñas de la aristocracia de mi aldea. y pensaría mucho más en ellas, pensaría aún en las noches y en las mañanas, si cierta damisela no me tuviera aterrorizado con amenazas como esta:

“Lonquimay, 10 de Octubre de 1923. Señor Don Julio César. Muy Respetado señor Respecto a lo que US. me dijo que no quería verme yo le digo quenó y lo esperare a la pasada del puente largo para ver lo que U S me dice. También supe que estaba de novio con una de las Señoritas Machuca, pero el día que U S se case Señor sera el último día de mi vida lo juro y lo cumplo yo no podría resistir viva y que U S. se casara, puede ser que no sea sierto lo que disen. yo deseo hablar con U S. para decirle de palabra y los que yo lo amo a U S. quisas U S. no lo creerá pero es la verdad. Sin más me es grato Saludar a U S. y quedo como atta y S. S.

Gumersinda.”

VIAJECITOS

En mi aldea es de muy mal tono decir que una señorita se va a pasar una larga temporada a Temuco o a Concepción. Es difamarla. Es atentar contra su honor. Porque mis amigos viejos tienen una larga experiencia acerca del verdadero significado de tales paseos. En otra época, que yo no conocí ni quiero conocer, cada vez que una tierna y sentimental aldeanita era abandonada por su novio, se enfermaba de mal de amor. Grave mal era el que le aquejaba. Languidez, suspiros, desvanecimientos, desolación. Y entre lágrimas, cuitas y afecciones se iba derritiendo poco a poco. Los ojos tornábanse mustios y apagados. Los labios y la tez descoloridos. La cara lívida y pequeñita. Estaba enferma de mal de amor. Pesado y cadencioso el andar. Los movimientos lentos y entorpecidos. Era una enfermedad rara vez mortal en que no disminuía el peso y que, desde el punto de vista de los intereses patrióticos siempre tenía un buen fin. Pero todo esto pasaba en otros tiempos. Ahora, nó. Ahora una niña honesta, a quien un infiel la abandona debe permanecer largos meses en la aldea, Y pasear mucho para que la vean que no esta triste, ni gorda. Para que la vean bien. Nada de viajes a las ciudades lejanas. Que ello es mal visto y es peligroso. Y si alguna mamá necesita pasear con su niña durante varios meses, que se cuide de traerla periódicamente a la aldea. Los aires nativos la refrescarán y le devolverán la perdida color. Y los jóvenes nativos tendrán ocasión de observarla de cerca, de frente y de perfil. La observarán bien. Y con ello decidirán de su porvenir, de su honra y prestigio. Y si la han amado, dirán a todo el mundo: “Deshonrada esta.”

J. C. ALDEMAR.

En Lonquimay y en Octubre de 1923.