EL GINECEO

 

Al publicar “Claridad” estas líneas con que Gourmont prologa “El Gineceo”, de, Andre Rouveyre, no ha sido con el animo de escandalizar; sólo pretende vulgarizar a uno de los grandes dibujantes franceses, casi absolutamente desconocido entre nosotros. Lamentamos no poder exponer sino dos o tres de sus apuntes extraordinarios. El libro de Ronveyre, dice Joaquín López Barbadillo, “no es de hoy ni de ayer, de este siglo ni de otro; es de todos los siglos, desde que hubo en el mando una mujer con las entrañas calcinadas por el fuego lento de la infinita ansia de amar. Es un libro de angustia, de pesadilla, de tormento. No es un libro de voluptuosidad, sino un libro feroz.” Sirva lo dicho para tranquilizar a los adolescentes y a los maliciosos.

  

DIBUJOS DE ANDRE ROUVEYRE

GLOSA

La mujer, en las actitudes del amor, pierde el dominio de su coquetería. Sus jestos caen a la vez que su ropa. Los griegos la representaban, en ese instante de desnudez, en la postura consabida: un brazo protege los pechos, una mano recata el pubis. Nada más artificioso. A lo sumo, tal como el avestruz, distraerá la mirada para hacer creer que no ve que la miran. Esa estratajema, en verdad, está muy en su punto, porque la hembra, no duda de su belleza corporal y no se le ocurre la idea de recatar un sexo cuyas partes sensibles se hallan ya resguardadas de por sí y cuyo órgano principal es totalmente interno.

Lo mismo que Rouveyre, que lo ha observado tan sólo una vez, y o casi nunca he visto ese doble ademán del mármol griego. Pero es quizás porque ni él ni yo hemos sorprendido entre cañaverales a las cándidas ninfas; la mujer civilizada se desnuda más frecuentemente al borde de su lecho que al borde de los ríos y a la sombra de las cortinas que a la sombra de los sauces.

Esta se quita metódicamente las joyas, los adornos, el vestido. Así que se va desnudando, dobla al traje y la ropa interior; los pone delicadamente en una silla; el corsé bien arrollado, las medias una sobre la otra, los zapatitos juntos, la camisa pronta a caer en sus hombros de nuevo. Hasta se toma el tiempo necesario para afianzarse bien los peinecillos, como los caballeros del rey se aseguraban los chapeos antes de dar la carga. Va y viene, viene y va sin siquiera saber que está desnuda. No es ello cosa más extraordinaria que ir y venir vestida. Las diferentes circunstancias de la vida piden tocados especiales; la hembra está, simplemente, en tocado de amor. Aquella se ha quitado tan aprisa todo cuanto llevaba, que la transición no fué arenas advertida. La alcoba está sembrada de despojos. Hasta el mismo leve sombrero quedó en leve equilibrio en la perilla de un sillón y las botinas han desaparecido bajo un mueble. No se mostró desnuda la mujer sino en la ondulación elástica de gata para saltar al lecho, porque el deseo le retuerce los miembros y al primer contacto se contraerán sus muslos como los de una rana de laboratorio bajo la corriente voltaica. Otra entra y se echa en la primera silla. Hay que irla desnudando como a un niño y, lo mismo que el niño, dejará. hacer entre caricias, entre cosquilleos, y entre besos. Rie juguetona y dulce, y dice, cuando ya no tiene nada sobre el cuerpo, ni siquiera una sortija: “Ahora, acuéstame.”

Otra va a representar toda la comedia del pudor. Sincera representación, porque es una mujer que tiene miedo. Ha desaparecido detrás de las coronas que ocultan una puerta, una butaca será su muralla. Al fin se adelanta en camisa, con los ojos bajos. Hay que luchar con ella para quitarle ese último broquel; pero así que lo pierde, lanza un suspiro y, como libre de la carga de un sentimiento vano, se entrega abiertamente.

El pudor de la mujer viene de la educación: lo constituye aquel temor al hombre que le inculcaron desde la niñez. Luego que se familiariza con el monstruo, ya sólo manifiesta el pudor natural, que es una táctica común a todas las hembras de animales y que no tiene más objeto sino sobreexitar en el macho el deseo, poner el arco en la tensión suprema. El pudor natural es una caricia. Es una invisible mano que electriza las fibras de la sensibilidad. Es también el instante de gracia dado al atleta para reunir sus bríos y hacerse cargo de la fuerza de sus músculos. El pudor natural suple a la lujuria; pero cuando la unión se inicia de común acuerdo y sin ninguna resistencia de la mujer, es a la lujuria a quien toca el papel de poner en sazón los organismos, el arte de aguzar los instrumentos de la sensualidad. La lujuria es el lazo único que puede mantener la carnal, armonía del hombre y la mujer. Cuando ya es imposible el juego ingénuo del pudor, la lujuría interviene.

Esas mujeres jóvenes a quienes acabarnos de ver entrar en casa de su amante tienen temperamentos diferentes, pero tienen una nota común: la ausencia de pudor, hasta en la que no cree que lo ha perdido. Van a entregarse a su apatito, sin recato, y a realizar, en un pleno delirio, los sueños de su soledad. Si hallan un macho de buenos ijares, sus íntimos deseos van a mostrarse con tal simplicidad, que llenará de delicioso asombro a la más sólida experiencia. La sola disimulación que ha de quedarles en estas dulces luchas será la de hacer como que obedecen. Se amoldarán, con sumisión de esclavas, al dibujo de sus propios deseos y, al par que sacien sus curiosas ansias, parecerán dar pruebas de femenil docilidad. Ese es el arte todo de las mujeres en amor. Y es un arte supremo. Ved, pues, a unas y a otras, llanamente entregadas al poder que las domina en el misterio de casi todos los minutos de su vida. No pueden más; ya no se pertenecen. Se entregan, pero a condición de la entrega recíproca. La comunión es mutua. En los dos seres arrebatados por el mismo vuelo, apenas si los sexos se distinguen. No son ya al macho y la hembra; son dos hermafroditas. Cada cual, en su fiebre, tiene en sí los dos géneros. La lujuria es creadora. Ved, pues, a esas mujeres tales como las definió, con firme trazo, la mano abstracta de Rouveyre. Vedlas en el instante en que va a comenzar la metamórfosis; vedlas también en el instante en que el Pacto se rompe. Instantes únicos para contemplarlas, tan rudamente presas en la visión de su sensualidad, porque ellas son las mismas que tropezamos a lo largo de la vida, envueltas cuidadosamente en los cendales, bellos y complicados, de la inocencia y del candor. Esos encajes cubren una loba, y bajo aquellas blancas nubes de gasa una tigresa reprime sus aullidos, una leona quisiera rugir. Rouveyre pasa, mira, escribe alguna cosa en un papel y no palabras, sino trazos que se cortan, se empujan, se cabalgan, y los encajes vuelan y las nubes de gasa se disipan: cae la máscara, y queda la mujer.

Cae la máscara, y queda la mujer. Rouveyre pudo adoptar esa divisa, porque ella contiene el secrete del profundo arte que inspiró “El Gineceo”. Yo no encontré jamás un hombre tan rebelde a las apariencias. Bajo las telas, de una mirada, ve la musculatura, y bajo la musculatura, el esqueleto. Y le gusta mirar los esqueletos, porque ellos dicen la penúltima palabra de la tragedia; la última es el polvo. Igual que se va al Louvre, nos fuimos la otra tarde a las galerías de Osteología del Museo y nos entretuvimos en reponer pacientemente las capas de carne, de piel y de pelos sobre aquel pueblo de osamentas. Eso es lo que se puede hacer con las mujeres de este libro: volverles el vestido de civilización que fundió la mirada del artista, como petrificaba la mirada de la Gorgona. Yo al menos me recreo en hacerlo, de bonísima gana, porque el desnudo no es más que para un momento. Pero, ¿ voy a describir y a vestir setenta y seis distintas actitudes, setenta y seis cuerpos femeninos violados en su intimidad por la implacable visión de Rouveyre? Y a más, ¿cómo luchar con la sintética, mirada del artista, de milagrosos ojos tal que los ojos de facetas del insecto? Nosotros contemplamos, pero él vé; nosotros comprendenos, pero él adivina. La función es distinta, y así se explica la inutilidad de los laudables esfuerzos del crítico de arte, de igual modo que la imposibilidad para el artista de traducir un texto en imágenes exactas. En uno y otro caso, sólo se logra expresar impresiones: la transposición justa es imposible. Siempre habrá notas desacordes. Así, menos quisiera yo explicar lo que el artista ha visto que lo que y he sentido ante su obra.

Primero, una sorpresa de sensualidad. Dijérase que todas estas desnudeces han sido deseadas, acariciadas, amasadas, en realidad o en sueños; que el hombre las ha removido y estrujado lo mismo que una masa, antes de que la frialdad del artista interviniera. “Frialdad” he dicho, pero en el sentido de seguridad de ojo, de cabeza y de mano; porque hay trazos aquí que todavía parecen sepultarse, como dedos nervudos, en los rollizos fiancos y otros que son mordiscos todavía. Hubo dolorosas delicias cuya torsión persiste y actitudes furiosas cuyo martirio aun grita. En ciertas páginas es la feliz sonrisa de la enamorada; más lejos la extasiada crispación de la flajelante, que hace pensar en las palabras de Hilarión: “En sus furores, tiene la lujuria el desinterés de la penitencia. El frenético amor del cuerpo acelera su propia destrucción y proclama, por la debilidad corporal, la extensión de lo imposible.” Aquí tal vez está la verdadera filosofía de “El Gineceo”, porque tantas bocas y tantos vientres desmesuradamente abiertos a la sensualidad, acaban por aparecérsenos tales como boquetes de sombra abiertos sobre la Nada. Más, ¿no sería ni humano quedar bajo esta lúgubre impresión? Tal Nada no lo es más qua las restantes actividades humanas. “Nada”, qua es la palabra para todo, no significa nada. La vida es su contradicción, y estamos vivos. Me avengo, pues, mejor a la sorpresa de sensualidad, y de nuevo hallo en ella —con más curiosidad, no obstante, que placer—momentos qua no vendrán más, y otros que quizas vengan. Siempre tenemos presente el pasado, y con él es con lo que en nuestros más nuevos deliquios queremos vibrar aún.

Tras la sorpresa de sensualidad, la sorpresa de las líneas. Sorpresa que perdura, porque si hemos vivido la lujuria, no la hemos visto y aquí está ante los ojos. Es prodigioso el espectáculo de esos cuerpos distendidos, o desplomados, de esos miembros delirantes, de esas grupas bovinas, de esas patas de cabra, de esos regazos y esas ubres, de esos muslos que se abren como tijeras, de esos sexos locos de amor, de raja enorme. Líneas de todas las hechuras, de todas las formas; curvas, rígidas, rotas; círculos, arcos, rombos, óvalos. ¡Y todo esto arma, toda esta geometría fermenta, gruñe y se estremece! Finalmente, las bestias. Ya hemos visto, desnudas de repente, a la tigresa, la leona, la loba. He aquí la osa, la cabra, la oveja, la perra, la gata, la rana y las monas. Dejo intacto el juego de reconocerlas y abandono también los otros tipos, puramente femeninos, desde la bacante a la lesbia, desde la fregona a la mística, desde la flaca impúber a la fofa mercenaria de amor. No hay una sola plancha qua no requiera una estación, luego dos, luego cuatro; y a cada vuelta se hacen en esta Geografía sexual nuevos descubrimientos. Ya lo sé. Esta manera de ver a la mujer degrada a la mujer. ¿Dónde está en este “Gineceo” el angel de candor de los bastidores? ¿Dónde está la Madona de la danza? ¿Dónde

está Flora, la bella romana, Arquipiada ni Tais, que fué su prima hermana?

Están ahí. Buscadlas bien. Están ahí, pero tales como Dios las ha hecho y no como las creó vuestra. imaginación feliz. Porque este es un libro de vida; y no un libro de ensueño.

Remy de GOURMONT.