EL ESTADO Y LA GUERRA

La guerra está inseparablemente unida a la existencia del Estado. Un Estado sin fuerza armada no puede existir. Dividiéndose entre sí la esfera de influencia, los gobiernos de los distintos países están a la espera solamente del momento para desarmar a los otros, y acaparar la mayor parte posible del rebaño humano bajo su mando y evitar así ser aniquilados por los otros gobiernos. Los Estados contemporáneos son la división del globo terrestre en secciones, en las cuales dominan las pandillas más fuertes y que tienen la posibilidad de conservar más en la ignorancia y el patriotismo (esto es, el odio a las masas de los demás países), a las clases laboriosas. Muchos pueden creer que la cuestión de la división en Estados es una cuestión de nacionalidad, de cultura o de raza. Pero esto no es más que la “mecánica astuta” de los cultores del Estado: la Iglesia y la “ciencia”. El Canadá y los Estados Unidos donde el idioma, las costumbres y toda la cultura son tan semejantes entre sí, no están unificados en un mismo Estado: éste en todo tiempo trata de absorber a aquél, y el Canadá, por el temor de ser absorbido no se separa de la Gran Bretaña, La Argentina y el Uruguay, dos Estados totalmente semejantes, están, empero, divididos, porque dos pandillas gobernantes no quieren ceder una a la otra y desean absorberse mutuamente. Alemania y Austria, Francia y Bélgica, Suecia y Noruega, están divididos, todos ellos, solamente porque los gobiernos y las burguesías respectivas desean tener el poder en propias manos, y si no se devoran uno a otro es solamente porque no cuentan con la fuerza necesaria para ello, pues sus pueblos no están lo bastante preparados patriótica y belicosamente. Una demostración mejor de que la división de los Estados no es más que una cuestión de intereses personales y de grupo, la ofrece la última guerra mundial. Los jefes de Estado de las naciones más poderosas en ese tiempo eran reyes o emperadores –Inglaterra, Rusia, Alemania etc.;– y todos ellos eran primos. Todas estas familias reales, no solamente eran semejantes por su idioma de origen, la religión y la cultura –impropiamente llamada nacional– sino también por la sangre. Casi todos los allegados a las esferas gobernantes estaban vinculados entre sí por lazos culturales y de parentesco. Y ellos mismos fueron los principales inspiradores y dirigentes de la guerra, que costó 20 millones de vidas y arruinó a la mitad de los habitantes del mundo. Realmente eran otras que nacionales o raciales las causas que impulsaron a los dirigentes a lanzar, unas contra otras las masas laboriosas, iniciando la sangrienta masacre. Sus intereses eran los del Estado, de predominio político y económico. Ya en el siglo XIX, el famoso filósofo Voltaire, a pesar de ser incrédulo, opinó que para las masas populares Dios es necesario, y si Dios no existiera habría que crearlo. De igual manera han opinado y procedido los dirigentes y potentados en toda la existencia de la humanidad. En otros tiempos, estando las masas desprovistas de comprensión y nociones sobre la vida, creían ciegamente toda palabra de los servidores de la iglesia y del Estado. Los mandamientos de Dios eran sagrados y el pueblo laborioso iba a la muerte por la causa de Dios y del rey, resignadamente, sin interrogar ni dudar. Pero la vida marcha adelante, y con la aparición del poder y el privilegio, surgieron igualmente protestantes, heréticos e incrédulos. Algunos hombres empezaron a reflexionar y a comprender, a ver, en fin, todas las mentiras de los dirigentes y privilegiados, y se dieron a protestar y propagar todo lo que habían visto y comprendido. Pero el poder no podía renunciar voluntariamente al derecho de regir la vida de los hombres, ni los poseedores querían desprenderse de sus privilegios. Y todo aquel que proclamaba la verdad de la vida, de la sociedad, de la Naturaleza y de los hombres, era perseguido, y toda protesta ahogada por la fuerza. Los montículos macabros de los heréticos e incrédulos muertos sembraban de cadáveres la tierra. De estos sacrificados surgió la verdad y la conciencia. Y las masas laboriosas empezaron a meditar. Y ya no sirvió de nada la ciega credulidad. Era necesaria una fuerza nueva para que las masas no se apartaran de la obediencia a la Iglesia y el Estado. Y las palabras “patria”, “humanidad” fueron utilizadas por las clases reinantes para que les sirvieran de señuelo para cumplir su obra de Caínes: defender, con la sangre de sus hermanos menores, los intereses del poder y de la explotación. En toda la historia humana, las masas en general no han dado nunca su vida ni su sangre por el triunfo de sus propios intereses. El pueblo ha dado siempre su vida, sin comprenderlo, por los intereses de sus gobernantes, sus explotadores, sus jefes y su Iglesia. Y hasta creyendo, muchas veces, que daban su vida por libertar al hombre y al trabajo del yugo del poder y del capital, destruyendo el poder de unos para suplantarlo por el de otros, más o menos viles. Pero de entre la masa surgieron hombres que lucharon desesperadamente contra todo engaño nuevo, contra toda mentira del Estado y la Iglesia. La confianza en el viejo poder y en la Iglesia decayó, y las masas dejaron de someterse ciegamente a las órdenes y mandamientos. Las masas aún ahora están penetradas por la gran mentira del patriotismo (amor a la patria), pero esta misma mentira va perdiendo su confianza. Y los aspirantes al poder buscan nuevos engaños... Pero el patriotismo es fuerte todavía. Las masas creen en él, bajo diferentes aspectos. Y en nombre del patriotismo dan la vida. Y el poder triunfa y, sin compasión, llevar al altar de un dios de sangre –sobre el ara de la guerra– víctimas y más víctimas. Mas si antes ha sido suficiente el amor y la confianza en Dios, en la Iglesia y en el rey, esto ya no basta. La confianza en todos estos absurdos ha sido quebrantada, y en nuestros días es raro que por amor o por sentimientos “nobles” se ofrezca la vida en el altar de Marte. Al “patriotismo”, a la “patria” y a la “humanidad” se agregó el odio a todo lo que no es nuestro, al habitante de otro país, a los creyentes de otro dios, a los que hablan otro idioma. Patriotismo y odio –odio a todos y a todo– son actualmente los puntales del poder. Si antes se creía en algo más elevado y más bello y se aniquilaba otras vidas en nombre de algún ideal, ahora se odia y se extermina a los que no son de nuestro agrado y que obstaculizan los pequeños y bajos caprichos del grupito de gobernantes. “Guerra de todos contra todo” es la última palabra del credo de la Religión y la “ciencia”. En lugar del: “ama a tu prójimo como a ti mismo”, y del “no hagas a nadie lo qué no quieres que te hagan a ti”, reina ahora en el mundo el “Aborrece a todos menos a ti y haz a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Muchos se esfuerzan en persuadir que la guerra de una raza contra otra, de nacionalidades entre sí, es absurda y antinatural. Y propagan, en cambio, la guerra civil, la lucha de castas o de clases. Pero esta es la misma gran mentira que la de propagar toda guerra. La prédica del patriotismo de “clase” es tan absurda y tan dañina como la prédica del patriotismo de raza, de nacionalidad, de patria y de Estado. La Revolución Rusa ha demostrado, en la práctica, que la guerra de “clase” es siempre una guerra en interés de los buscadores de mando, y el mismo engaño de la prédica de toda guerra. Guerra es muerte y destrucción de lo mejor y más bello que existe en la humanidad. Todo lo joven, lo que está pleno de vida, lo más fecundo y más bello, es sacrificado en la guerra, en nombre de la gran mentira del Poder. Sobre la guerra se ha escrito mucho. Pero ya no tiene más partidarios que la propaguen abiertamente en nombre de Dios, del rey y de la patria. Los buscadores del poder ya no tienen fe en levantar las masas en nombre de esos dioses muertos. Y ya en la última guerra todos decían luchar por la cultura y la civilización, por la gran causa de la humanidad. Pero este engaño, este veneno obra todavía, aunque más débilmente. Los hombres hoy marchan hacia adelante a pasos gigantescos. En cada década la vida avanza como por siglos en la antigüedad. Y si hay hombres débiles e inmóviles, la vida los arrastra hacia adelante. Hay, así, una parte de la humanidad que avanza, que aspira conscientemente a una vida nueva, mejor y más feliz, y busca los caminos y métodos para realizar sus sueños. Miles, decenas de miles de organizaciones y unificaciones que surgen y crecen de año en año, restringen las funciones del Estado y le anulan a éste, más y más, las posibilidades de guiar y manejar la vida de los hombres. Y no está lejano el día en que diferentes organizaciones sociales, libre y mutualmente creadas para desarrollar la vida y las relaciones entre los hombres, en todos los ordenes de la actividad desalojarán al poder de la vida social. Entonces el Estado sólo existirá como un recuerdo en los museos, como el hacha de piedra, el arado de madera y otros objetos de la vida antigua. Y los hombres contemplarán el Estado y sus institutos de hoy, y con asombro observarán todos los grandes engaños, de la misma manera que nosotros observamos en los museos algunos de los enormes animales antediluvianos. Y la guerra, como una de las armas del Estado, ocupará su lugar en los mismos museos de antigüedades. Con la desaparición del Estado no habrá lugar para la guerra, porque ésta, es solamente un arma de los poderosos para tener a los trabajadores en sumisión. Pero a medida que el poder pierde el suelo bajo los pies y se va perdiendo más y más la creencia en su derecho de matar en nombre de diferentes fines, monárquicos, religiosos y estatales, una cantidad de politicantes tratan de utilizar la palabra “revolución” para los fines autoritarios de sus grupos o partidos. Y si antes se lanzaba a las masas a la guerra en nombre de Dios, del Rey o de la Patria, ahora se las arroja a la guerra en nombre de la Revolución. ¡Qué ironía! La revolución, el momento más sublime de la vida de la humanidad, en el que en lugar de lo viejo que caduca se crea lo nuevo, pleno de vida y de fecundidad, y en que se rompen las cadenas de la vida social, –los hombres de la política tratan de desnaturalizarla, y acomodarla a la necesidad de mando de su partido. La revolución y la guerra son la vida y la muerte. Y la guerra que acarrea la muerte a la flor de la humanidad y la destrucción de lo mejor y más sublime, no puede ser un arma de la revolución que viene a destruir los viejos institutos, las formas agonizantes y los conceptos muertos, y a crear en lugar de ellos, nuevas ideas, nuevas formas, nuevas relaciones sociales, una nueva vida social, en fin. La guerra es un instrumento del poder. La revolución social implica la muerte del poder y de la guerra. Y hasta tanto que la humanidad laboriosa no reniegue de la autoridad en la vida social y no comience, voluntaria e independientemente a construir una vida nueva sobre las bases de la ayuda y solidaridad mutuas, la guerra será el arma del poder para anular lo mejor de la humanidad laboriosa en nombre de diversos dioses e ídolos: patria, Estado, humanidad, clase, sociedad, etc. Solamente con el aniquilamiento total del Estado y del poder desaparecerá también la guerra. Y a los trabajadores corresponde la elección: guerra permanente y destrucción de lo mejor de cuanto existe en el hombre y en la humanidad,– o la Anarquía, o sea, la abolición del Estado y de todos sus instrumentos de opresión. No puede haber términos medios: la Anarquía o el Poder y la guerra.

ANATOL GORELIN.