EL HUMO

A veces me alcanza el deseo de hablar un poco, sin poema, con las frases mediocres en que existe esta realidad, del rincón de calle, horizonte y cielo que avizoro al atardecer, desde la alta ventana donde siempre estoy pensando. Deseo, sin ningún sentido universal, atadura primaria que es necesario estirar para sentirse vivo, junto a la más alta ventana, en el solitario atardecer. Decir, por ejemplo, que la calle polvorienta me parece un canal de tierras inmóviles, sin poder de reflejo, definitivamente taciturno. Los grandes roces invaden de humo el aire detenido, y la luna asomada de lesa orilla gotea gruesas uvas de sangre. La primera luz se enciende en el prostíbulo de la esquina, cada tarde. Siempre sale a la vereda el maricón de la casa, un adolescente flaco y preocupado debajo de su guardapolvos de brin. El maricón ríe a cada rato, suelta agudos gritos, y siempre está haciendo algo, con el plumero o doblando unas ropas o limpiando con una escoba las basuras de la entrada. De tal modo que las putas salen a asomarse perezosamente a la puerta, asoman la cabeza, vuelven a entrar, mientras que el pobre maricón siempre está riéndose o limpiando con un plumero o preocupado por los vidrios de la ventana. Esos vidrios deben estar negros de tierra.

Yo, mirando estas pequeñas acciones, puedo estar con el alma en viaje: Isabel tenía la voz triste o tratando, de recordar, por ejemplo, en qué mes me vine al pueblo. ¡Ah, qué días caídos en mi mano extendida! Sólo ustedes lo saben, zapatos míos, cama mía, ventana mía, sólo ustedes. Talvez me creen muerto. Andando, andando, pensando. Llueve, ¡ah Dios mío! Aunque supongo que un perro flaco y agachadizo atraviesa oliendo y meando lentamente por la orilla de las casas, ese perro es exacto y real, y nunca mudará su caminata imaginaria. Parece que es forzoso poner un poco de música entre estas letras que tiro al azar sobre el papel. Indispensable acordeón, escalera de borrachos que a veces tropiezan. Pero también un organillo haciendo girar sus gruesos valses encima de las techumbres. También ahora me parece ella la que viene, pero ahora, ¿a qué vendría? Aúllan los lebreles del campo. ¡Qué larga corrida de eucaliptos miedosos, negros y miedosos! Recordarla es como si enterrara mi corazón en el agua. También ahora me parece ella, pero, ¿a qué vendría ahora? ¡Ah, qué días tristes! Me tenderé otra vez en la cama, no quiero mirar otra vez esta perspectiva húmeda. Tus ojos dos soñolientas tazas negreadas con maquis de la selva. En la selva qué hoja de enredadera blanca, fragante, pesada, te habría traído. Todo se aleja de esta soledad forjada a fuerza de lluvia y pensamiento. Dueño de mi existencia profunda, limito y extiendo mi poder sobre las cosas. Y después de todo, una ventana, un cielo de humo, en fin, no tengo nada.

Carretones pasan tambaleando, resonando, arrastrando; la gente garabatea, al andar, figuras sobre el suelo; alumbra una voz detrás de aquella ventana; cigarros encendidos entre la sombra; ¿quién golpea con tanta prisa en la casa de abajo? La montaña del fondo, sombrío cinturón que ciñe la noche. Nada más fatal que ese golpe a la puerta, después los pasos que ascienden mi pobre escalera; alguien me viene a ver. Entonces escribo con apuro: la noche, como un árbol, tiene en mí raíces, tenebrosas raíces. Enredado de frutas ardiendo, arriba, arriba el follaje, entoldando la luna. Pobre, pobre campanero, ahuyentando la soledad a golpes de badajo. La campanada agujerea el aire, y cae velozmente. Te quedas solo, trepado a tus campanas, allá arriba.

PABLO NERUDA.