La evolución de la materia

Richard Krassoff era un hombre serio y un buen amigo. Un día se me dijo que Richard era emigrado ruso. Tanto mejor. Los hijos escarnecidos por sus padres son mas dignos de respeto que los padres bondadosos. Me presenté por primera vez en casa de Richard una tarde de invierno. Krassoff tenía en las barreras una habitación modestísima. Entonces conocí la familia de mi amigo. La señora tenía treinta y cinco años, y parecía una anciana. El niño desempeñaba una plaza de agregado en el escritorio de un banquero. Su hermanita tenía seis años. Pequeña como la margarita y blanca como las azucenas, tenía María esa rara simpatía que acompaña a la desgracia. Quedé agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres. Senté la niña sobre mis piernas y la dejé jugar con la cadena del reloj. Pero, de pronto, interrumpiendo su juego, me dijo: –¿Quieres que te cuente un cuento? –Sí, hija mía. –¿Cuál?– preguntó la señora de Krassoff. –El del huevo, mamá. -¡Ah, el del huevo! interrumpió Richard. Escúchelo usted, señor Lanza. Es interesante ahora que tanto se preocupan los sabios con las evoluciones de la materia. –Está bien. Cuenta. La niña se apoyó en la pared y dibujó en sus labios una amarga sonrisa que sostuvo durante toda la narración. Krassoff, de pie, y mirando hacia la calle, entretúvose en golpear los cristales con las yemas de los dedos. La señora fijó sus ojos en la niña, y ésta apoyó su manita izquierda en mi hombro, y accionando con la derecha empezó así su cuento: –Pues, señor, el emperador tenía una hermosa gallina encerrada en un pabellón del jardín, y cátate que una noche se escapa un tigre de la jaula de las fieras y se mete, en el pabellón con la gallina. Pues, señor, a la mañana siguiente recogieron el tigre y vieron que la gallina había puesto un huevo; y como el emperador todo lo quiere para sí, cogió el huevo y se estuvo quietecito calentándolo para comerse lo que saliera... Y salió... ¿a que no sabes lo que salió? –No lo sé. –Pues salió un polizonte. -¡Ah!– exclamé cuando comprendí toda la idea,– y, besando con arrebato a la niña, le dije: “Benditos sean tus padres que te enseñaron ese cuento, y bendita tú si se lo enseñas a tus hijos”.

SILVERIO LANZA.