En Torno al Movimiento Militar

1.–LA ACTITUD NECESARIA

Los hechos que con inusitada rapidez se vienen sucediendo en nuestro país, obligan a establecer una rígida apreciación de valores y a adoptar, en conformidad con los resultados de esa apreciación una determinada actitud. Hay que examinar con frialdad crítica las situaciones, los hombres y los propósitos puestos en juego a fin de obrar con eficacia en el sentido de las ideas mejores y más oportunas. La desorientación presente es propicia a cualquier saludable intento renovador; estamos, aunque no haya sangre ni violencia ostensible, en un período revolucionario y todas las fuerzas sociales tienen el imperioso deber de actuar. Desde estas mismas columnas hemos combatido con acritud violenta el imperio de la impudicia política, los vicios de toda índole que medran en el desorden de nuestra democracia embrionaria, y, más que todo eso las instituciones básicas del régimen capitalista y autoritario. Nuestra crítica se ha dirigido, por igual, al sistema y a los hombres y partidos que dentro del sistema han aprovechado y aprovechan la inercia fatalista del pueblo para satisfacer sus desmedradas pretensiones de lucro, de explotación y de mando. Hemos marchado en línea recta consciente de que contemporizar es claudicar, y por eso, en este instante de inquietud colectiva tenemos derecho a maldecir una vez más, sin ser oportunistas, a los políticos caídos, y a condenar, sin pretender de augures a los militares que hoy disfrutan de las granjerías del poder. Fuera de las razones doctrinarias que de ellos nos apartan, hemos encontrado siempre detrás de las actividades ostentosas de los políticos, la mentira interesada, el escarnio de los principios, la befa de las necesidades públicas. Viven entreteniendo la puerilidad de la opinión con el artificio de las grandes palabras. Fuesen cuales fuesen las mayorías políticas que han dominado en la nación, su obra ha sido desquiciadora, inmoral y reaccionaria, favorable sólo los intereses de las grandes empresas, de la oligarquía y de la bancocracia. Voraces en grado inverosímil, los políticos habían convertido la República en un vasto sindicato dedicado a la explotación del pueblo: un sindicato que utilizaba la bandera tricolor como marca de sus negociados y cubría su rapacidad con el velo intangible del patriotismo y de la ley. Pero fueron colmando la medida; su audacia llegó a herir a aquellos que eran sus sostenes legales. Y un buen día las instituciones armadas, haciendo intérpretes del malestar reinante Y mistificando a los cándidos –“legión de legiones”– con ampulosas declaraciones de idealismo democrático, clausuraron el Parlamento, señalaron la puerta de la proscripción al Presidente Alessandri, y fueron despertando, con el ruido bélico de sus sables, las arañas burocráticas dormidas apaciblemente en los rincones de la administración nacional. Las bayonetas han tenido aquí, como en todos los países civilizados (?) una misión esencial: mantener intacto ese andamiaje de mentiras, de explotación y de violencia arbitraria que es el Estado. No es necesario, pues, ser demasiado pesimista para pensar que los militares, cumpliendo sus honestos deberes y tradiciones, no alterarán en nada sustantivo lo que hoy se llama despectivamente “el viejo régimen”. Reemplazarán mentiras decrépitas por mentiras más viejas aún, adornarán la fachada de la casa colonial con decoraciones atrayentes; embaucarán al pueblo con dos o tres leyes que no perjudiquen en mucho a la oligarquía y a la bancocracia, de quienes, acaso sin que muchos se den cuenta cabal, ofician como, habilidosos servidores. Y después, si es que, contradiciendo lo que afirma esa maliciosa comadre llamada Historia, no se encariñan demasiado con el poder, cederán su puesto a un grupo solemne de Pachecos, representantes de la farsa antigua, y en Chile, como en el caso del cuento, no habrá pasado nada... Esto es precisamente lo que debemos evitar a toda costa. O nos cruzamos de brazos o tratamos de avanzar algo siquiera, dando a nuestras instituciones la flexibilidad necesaria para que pueda adaptarse sin rompimientos probables, a las exigencias del progreso social. Los grandes problemas colectivos están entre nosotros absolutamente vírgenes, y es urgente examinarlos y resolverlos dentro de lo que permitan las circunstancias, la educación incipiente de las masas y la energía constructiva de los elementos nuevos. Recordemos, en tanto, algunos hechos del pasado que pueden servirnos para fijar nuestra posición en el presente.

2.– ANTECEDENTES Y CONSIDERACIONES

Mirando la fuerza de supervivencia del pueblo de Chile y la tenacidad con que se aferra a lo establecido, el observador se queda estupefacto. El chileno, aunque otra cosa diga la leyenda adulona, es sumiso, anodino, enemigo de los cambios; ama las instituciones tradicionales que le han sido impuestas, reverencia los absurdos en que ellas descansan, y prefiere vegetar, como Job, en un estercolero de iniquidades, a tener alguna vez siquiera, la rebeldía de una protesta gallarda. Nuestro estado social, político y económico, reposa sobre irritantes privilegios. Unas cuantas familias de abolengo colonial unidas a otras de advenedizos democráticos y a unas cuantas empresas extranjeras, son dueños de la tierra chilena y de sus riquezas pródigas. La gran mayoría, en cambio, es miserable; en los campos, el inquilino, vestigio de servidumbre oprobiosa, es un ser en el que difícilmente se reconoce un semejante; en las ciudades el obrero rueda su vida en talleres infectos y en los tugurios dantescos de conventillos edificados por clérigos y burgueses de indiscutibles inclinaciones filantrópicas. Arriba, en manos de la aristocracia y de la alta burguesía, el dinero arrancado al sufrimiento anónimo se transforma en lujo, en placer, en belleza; el dolor proletario es lapidado por una carcajada de bacanal. El pueblo nutre con su sangre los vicios de una oligarquía corrompida, enmascarada de hipocresía católica. Y esto, sin duda, es hermoso y justo. Los ricos y los pobres existen desde que existe la sociedad constituida; luego, se trata de una división necesaria, de origen divino, y el que así no lo juzgue tiene que ser un ente peligroso y absurdo. Para resguardar la tranquilidad de los que tienen, el Estado vela como una Providencia terrestre, por intermedio de la Policía, del Ejército y de la Magistratura. El pueblo tiene en el fondo, la psicología simple de los niños. Con un juguete en sus manos, el niño no grita; con una mentira pintoresca el pueblo no se rebela. La oligarquía chilena, comprendiéndolo así, le obsequió el principio de la soberanía republicana. Periódicamente se le llama a elecciones y se le hace creer que elige sus representantes. Cuando lo que hace es cambiar de amos. En verdad, el único provecho que un ciudadano saca de las actuales elecciones es la suma de dinero con que a veces, lo gratifican los traficantes del sufragio. Nada cambia, nada puede cambiar, porque el sistema electoral está de tal manera montado entre nosotros, que las corrientes renovadoras encuentran cerrado el camino del éxito. Por lo demás, hay que convencerse alguna vez que la cuestión social no va a solucionarse en último término desde la tribuna parlamentaria, sino en los organismos proletarios capaces de exterminar el régimen existente. Las clases poseedoras son las únicas que han recibido beneficios de la política parlamentaria. La historia de los partidos chilenos, especialmente después del 91, es una crónica policial aumentada de proporciones: en todas partes, negociados, escándalos, fraudes financieros y morales, corrupciones incalificables. Para ser hombre público en nuestra tierra se ha requerido reunir la vaciedad grandilocuente de Pacheco a las trapacerías de cualquier negociante inescrupuloso, y haber leído y meditado con provecho, no ya el clásico tratado de Macchiavelo sino la biografía de algún inasible caballero de industria. ¡Cuántos políticos pasean por las calles de Santiago sólo para demostrar que los Tribunales de Justicia no se han hecho para los poderosos! Esto en lo que atañe a moralidad, que, en cuanto a ideas y programas, “más vale no meneallo”. Las doctrinas han ocupado siempre un ínfimo lugar en la conciencia de nuestros repúblicos. Un día se creyó que todo esto iba a terminar. La situación insostenible de las clases trabajadoras, el estado general del país, la crisis económica y espiritual hacía presagiar una inevitable revolución popular. El ambiente estaba preparado. ideologías nuevas atraían el interés de los espíritus y necesidades imperiosas inclinaban a las voluntades a la acción subversiva y rotunda. En la efervescencia colectiva entraban, por igual, factores locales e influencias extrañas diseminadas en la atmósfera moral del mundo por la revolución rusa, el fenómeno sociológico más importante de los últimos tiempos. Hasta entonces nuestros movimientos políticos habían sido obra de la oligarquía dominante; un elemento impetuoso iba a entrar en escena: el pueblo. Lentamente, un comienzo de conciencia democrática se insinuaba haciendo temblar, tras las murallas coloniales de sus privilegios, a todas las clases conservadoras de este país. Y surgió también el hombre representativo: Arturo Alessandri.– Caudillo, energético inquietador de muchedumbres, agrupó junto a él a todas las energías fecundas de esta tierra. Pudo iniciar una amplia y eficaz renovación de valores, y no hizo nada. Continúo el juego de la política pequeña; transigió con las intrigas de los círculos parlamentarios; accedió a las exigencias de banderías corrompidas. Y esto es lo que nunca será posible perdonarle: el no haberse atrevido a cumplir la misión que el pueblo de Chile le confió en una hora trascendental de su desarrollo democrático. Alessandri debió gobernar con el pueblo y prefirió gobernar con la Constitución; un parlamentarismo desenfrenado ahogó en germen sus saludables intenciones, e hizo de él que pudo ser el primer ciudadano de un Chile enaltecido, un proscrito más de la copiosa serie que expulsan hacia Europa los pronunciamientos militares, que se suceden en esta América adolescente y turbulenta. Alessandri es el malogro más grande de la política chilena.

4.– APRECIACIONES SOBRE LA DICTADURA.

Un movimiento renovador de cualquiera especie tenía fatalmente que producirse. El abuso del parlamentarismo había traído al país al borde de la bancarrota; el desorden y la inmoralidad minaban la administración del Estado; los hombres públicos subastaban sus influencias a las grandes compañías en detrimento de la nación; y la los partidos y en los dirigentes de los partidos sólo se manifestaban ambiciones de predominio y de lucro. El pueblo, este pueblo nuestro que todo se lo merece por imbécil y pacífico, se cruzaba de brazos en una plácida actitud de escéptico. Y he aquí que los militares, defraudados también en las aspiraciones de su estómago, iniciaron un movimiento, según ellos depurador, suprimiendo de hecho las leyes y las instituciones orgánicas, y reemplazándolas por la dictadura de una Junta Militar. El disgusto que a todos producía la desvergüenza insolente de los políticos ha impedido a muchos, hasta ahora, comprender que el régimen que ha venido a reemplazar al anterior, presenta características altamente sospechosas y es por su esencia reaccionario. Fortalecidos por el desprecio, notable en todas partes hacia el parlamentarismo, los militares se creen llamados a renovar la República, para lo cual se ven estimulados por las súplicas de la feligresía católica que considera la caída de Alessandri como una reivindicación. El Ejército– se afirma, por ahí– procede al margen de cualquiera corriente política y por sobre las sugestiones doctrinarias. Sin embargo la burocracia, el clero y la oligarquía se desgañitan aplaudiendo y enalteciendo el pronunciamiento militar; y la burocracia, el clero y la oligarquía serán los únicos que recibirán los problemáticos beneficios de la dictadura. ¿Cuál es si no el papel del Ejército en la sociedad? ¿No ha sido, ayer, hoy y siempre, mantener las injusticias constituidas, defender los privilegios de las castas posesoras, responder con la represión a las peticiones doloridas de la multitud? ¿Cómo puede, entonces, esperarse algo que no sea la perpetuación de la iniquidad social a consecuencia de los fueros de la oligarquía chilena, la retrogradación de nuestras instituciones? ¿Por qué arte de magia, la falta de aptitud adquiere, de pronto, cualidades directrices, la pasividad disciplinada se transforma en fuente de iniciativas salvadoras, y los sostenes del Estado aparecen como amigos de las víctimas del Estado? Aparte de lo anteriormente dicho y por poca perspicacia que se tenga puede verse como el movimiento iniciado por la oficialidad menuda– queremos creer que con las mejores intenciones del mundo- ha venido a ser aprovechada por los altos jefes y, por intermedio de ellos, por los políticos valetudinarios de la Unión Nacional. Esto no nos importa mucho: hemos estado siempre contra las dos combinaciones que luchaban en el redondel del Parlamento, y no nos moveríamos un dedo para defender a la Alianza Liberal en desgracia; pero estaremos prontos a defender, como sea necesario, cualquiera tentativa que se pretenda hacer para conculcar las libertades conseguidas arduamente en un siglo de dificultosa evolución política. Dicen que la intromisión de los militares en el gobierno ha establecido un precedente peligroso; hay más aún: el gobierno militar es ya un peligro; si el execrado parlamentarismo de ayer condujo al país al derrumbe financiero, la aplaudida dictadura de hoy parece conducirlo a una crisis de la libertad cuyas proyecciones son todavía incalculables.

5.– La VERDADERA REVOLUCION

El concepto de revolución lleva, envuelto el de renovación radical, de progreso, de perfeccionamiento. No hay revolución cuando se destruye un régimen y se reemplaza por otro peor, cuando se vuelve atrás. Lo que han hecho los militares está muy lejos de ser una revolución; es un simple pronunciamiento igual a esos que llenan la historia de la España moderna. En el mejor de los casos se reformarán algunas instituciones demasiado arcaicas o demasiado inmorales; aunque lo más probable– dado el personal que asesora a la Junta de Gobierno– es que el estatuto orgánico que se dicte sea más reaccionario y digno de censura que el que hasta hace poco tuvimos. Ya se insinúan, por ahí, procedimientos que permiten augurar el cariz de las futuras determinaciones gubernativas. Se habla con esperanza y optimismo de la Asamblea Constituyente que deberá organizar el Estado, y unos proponen que se haga a base de gremios, y otros, por elección popular. Desde luego podemos adelantar una cosa; y es que sea cual sea la forma en que elija esa Constituyente, su personal, nombrado directa o indirectamente por el poder dictatorial, obrará conforme a sus inspiraciones y dará a Chile una Constitución que en nada afecte los intereses de la oligarquía dominante y que por lo tanto, beneficiará en muy poco al elemento popular. Contra esto hay que estar alerta porque acaso mañana las oportunidades propicias desaparezcan. Estimamos necesario constituir una corriente de opinión, extraña a las dos combinaciones políticas en lucha y de base eminentemente popular, capaz de influenciar y de imponerse. Los tímidos y los desencantados arguyen que nada puede intentarse para supeditar a la fuerza reaccionaria que domina en la actualidad. Conviene recordarle a los que así piensan, que la fuerza que ha producido las grandes renovaciones históricas han fluido siempre, generosa y fecunda en las entrañas ardientes del pueblo. El pueblo debe, alguna vez, proceder, sacudir el yugo de su atávica resignación, limpiarse el moho de servidumbre tradicional que le corroe la vida. Este es el verdadero momento para que actúe. No hay que escuchar las quejas falaces de los políticos destronados ni tampoco las promesas peregrinas de los militares entronizados. Los unos y los otros, sólo son servidores inconscientes o habilidosos de la oligarquía. Nada se puede, en consecuencias, esperar de ellos.

EUGENIO GONZALEZ R.