Crónica de Patrioterópolis

La Revolución del 5 de Septiembre

Recuerdos Históricos

UN PROLEGOMENO PATRIOTICO

Septiembre es, sin duda un mes predestinado en la historia nacional. En sus días claros se han realizado proezas de las cuales estamos orgullosos todos los buenos ciudadanos. El 18 de Septiembre de 1910, ¿qué chileno no lo recuerda? Ese día los padres de la Patria dieron a luz al pequeño y robusto Chile de nuestros afectos. Inolvidable será también el 5 de Septiembre de 1924. Escribo esta fecha con emoción. Si estuviese acompañado de señoras, niños, soldados u otras gentes, lanzaría, sin poderme contener, un sonoro ¡Viva Chile! Pero estoy solo con mis libros y temo que las sombras de los grandes hombres se sonrían al verme incapaz de dominar mis instintos. Mi emoción es mayor aún cuando pienso que tres millones y medio de corazones laten al unísono del mío. El chileno es un ser eminentemente patriota. Cualquier fruslería que le recuerde su suelo lo vuelve loco. Se cuenta que durante la guerra del Pacífico bastaba el espectáculo del glorioso tricolor ondeando a los vientos, para que se lanzara, enardecido, a matar cuanto hombre se le ponía por delante. Acaso ésta sea la causa filosófica por la cual todos los chilenos hemos aplaudido, valerosamente, la revolución del 5 de Septiembre. Había de por medio militares; y quien dice militar; dice gloria, cañones, bandera, patria y otros símbolos igualmente queridos y respetados. Pero, ay, yo sé que no todos los ciudadanos estamos con los salvadores de la patria. Lo digo con el alma dolorida. Yo sé que hay hermanos que, en el fondo de sus conciencias negrísimas, desprecian con entusiasmo a los militares. Son los mismos de siempre: obreros y estudiantes. Ejército– según ellos– es sinónimo de fuerza y la fuerza ha sido siempre un elemento negativo en la civilización del mundo. Todavía van más lejos estos desalmados sin Dios ni ley: dicen, además, que los militares carecen de toda inteligencia. Confieso que me entristecen estos raciocinios, reveladores de una temeraria falta de patriotismo. Es cierto que los soldados no son seres extraordinarios, que no han escrito libros, ni han practicado ninguna ciencia; pero en cambio han ganado tantas batallas!

LA NOCHE DEL 5 DE SEPTIEMBRE

Consciente de mis deberes, me eché a la calle tan pronto como los primeros rumores de la revolución llegaron al sosegado rincón donde vivo. El aspecto de la ciudad me saturó el alma de cívico bienestar. Miles de jóvenes recorrían el centro entonando: “Cantemos la gloria – del triunfo marcial...” Y castigando al son del bélico himno a cuanto ocioso se permitía alabar en voz alta al régimen en caído. También bandadas de señoras y señoritas revoloteaban, temerosas y curiosas, en torno de los jóvenes militares; y esto me lleno de satisfacción, porque los historiadores están de acuerdo en considerar que los movimientos cívicos que cuentan con la colaboración de ellas son los que dan frutos más visibles y sobresalientes. Siempre consciente de mis graves deberes me fui a la Moneda. Frente al palacio gris hervía una multitud distinguida haciendo comentarios; me incorporé a los grupos y constaté con inefable alegría que todos eran partidarios del Ejército; de cuando en cuando pasaban empujándonos intrépidos lanceros y nosotros los vitoreábamos con orgullo, ¡Oh, glorioso ejército! A las 10 apareció el general Altamirano en las puertas de la Moneda y, a pedido general, se detuvo a pronunciar una arenga. Una arenga breve y simple, como lo son todas las que recuerda la historia en boca de soldados: “–Tenemos en nuestras manos las riendas del gobierno. Ahora tengan calma. Pueden retirarse!” Nosotros que habíamos guardado calma hasta ese instante rompimos en una tempestad de aplausos, persistente, ardorosa. Teníamos mucho gusto, porque al fin estábamos bajo la salvaguardia de nuestro valeroso ejército.

LOS QUE NOS GOBIERNAN: SUS PERSONALIDADES

Ahora, constituido el nuevo gobierno, comienza la parte más delicada de su tarea. La tarea de gobernar. Por suerte para los destinos de la nación nos gobierna un grupo de estadistas. En realidad, yo casi nada sé de ellos, pero una intuición secreta me dice que son hombres puros. Por referencias, se que el general Altamirano es un ciudadano lleno de elevadas intenciones, lo cual es de un mérito incalculable. Por su parte, D. Gregorio Amunátegui es un varón inmenso; es rector, político, pedagogo, diplomático, hombre de mundo, doctor, etc. Está muy bien, pues, en este gabinete universal. En cuanto al almirante Gómez Carreño, todo chileno sabe que ha prestado servicios a la nación: él fue quien trajo a aguas chilenas al acorazado “A. Latorre”. Un hombre que ha realizado tal empresa, ¿por qué no va a ser capaz de dirigir al puerto de la Felicidad la nave del Estado? Respecto a los demás hombres que integran el gobierno, carezco de datos exactos; pero sospecho que deben ser tranquilos, honestos, prudentes; de otro modo no habrían aceptado los puestos de sacrificio que tan dignamente desempeñan.

LOS QUE NOS GOBIERNAN: SUS DEBERES

Este haz de varones– magnífico muestrario de la raza– ha jurado reconstruir al país económica, filosófica y socialmente. Y saldrán con la suya; para ello cuentan con la fuerza de la opinión y vice-versa. El cómo y cuando efectuarán esta reconstrucción no viene al caso; es asunto absolutamente secundario. Lo importante es que haya un compromiso solemne al respecto. Salgan las reformas dentro de diez días o de diez años da lo mismo. Aunque valientes como soldados, los chilenos somos pacienzudos como ciudadanos. El clásico buen sentido de la raza, tan elogiado por los gobernantes, nos indica ahora que nuestro papel en la obra de reconstrucción es dejar que los militares reflexionen reposadamente lo que van a hacer. Salirse de esta norma es dar señales de una impaciencia verdaderamente deplorable. ¿Qué sacaríamos, por ejemplo, con pedirles a los militares que nos dijeran lo que piensan? Empero, no han faltado los atarantados que han dado en la flor de criticar los actos gubernativos, y hasta algunos– como Labarca y Ugalde– se han atrevido a gritarle a la Excma. Junta de Gobierno con una vituperable falta de conciencia histórica: “¿Cuáles son las ideas de ustedes sobre tal o cual punto?” Francamente, pretenden demasiado esos ilusos, amén de que tal pretensión es contraria a las sagradas tradiciones de la República. Comprendiéndolo así sagazmente, el Consejo de Ministros dedicó una de sus sesiones a deliberar lo que convenía hacer con los conspiradores mentados. Después de cambiar ideas unos con otros, en medio de un ambiente de moderación, se acordó no hacerles nada por ahora y colocarles, simplemente, un par de agentes que los vigilaran día y noche. Esta medida peligrosamente benigna causó un visible malestar en la conciencia cívica. Y con justísima razón a mi juicio. Labarca y Ugalde son individuos de mala índole. Se han arreglado el derecho de criticar los actos del gobierno, lo cual es abiertamente revolucionario. Por fortuna el Consejo, tomando pie en la experiencia anterior, acordó días después apresar, juzgar y deportar al temible conspirador Schweitzer; todo esto se hizo en el espacio de dos horas, lo cual habla muy en favor del excelente pie de guerra en que se halla nuestro ejército. Esta medida satisfizo plenamente a todos los ciudadanos honestos, graves y pundonorosos, que por felicidad para los destinos de Chile, forman la inmensa mayoría. No han faltado, sin embargo, dos o tres antipatriotas que han preguntado con insistencia las razones que existieron para colocar en la frontera al israelita Schweitzer. Naturalmente, el gobierno no ha contestado nada. Es una admirable prueba de discreción. Sin embargo, nosotros, los que vivimos lejos de las esferas del gobierno, sospechamos vagamente, intuitivamente que la referida deportación nos ha librado de un peligro nacional: tal vez de una amenaza de guerra, o bien de una revolución interna, acaso de alguna epidemia. ¡Bienaventurados los que vivimos bajo tutela tan sabia y prudente! A pesar de todo no estoy completamente satisfecho. El país se ha salvado, es cierto. Pero las sanciones tan juiciosamente empezadas están muy distante de estar concluidas. Quedan todavía en el corazón de la República sediciosos que roen sin descanso. Yo creo que, en nombre de la seguridad pública, convendría enjuiciar, encarcelar, azotar y deportar a hombres como el vituperable Vicuña Fuentes, el enorme ácrata Gandulfo, el turbulento Pedro Loyola, el intelectual santiaguino González Vera, el sereno conspirador García Oldini, el odioso abogado Juan Esteban Montero y tantos otros individuos sin creencias que pululan por allí tratando de inquietar la cabeza sana de tanto ciudadano honesto y meritorio. Felizmente sin resultado. Queda lanzada la idea.

ULISES BERTRAND.

N. de la R.– La falta de espacio impidió publicar este artículo en el número anterior de CLARIDAD.