Contra exégesis del Fascismo

LA HUMANIDAD Y LOS TIRANOS

La humanidad tiene alma y nervios de mujer. Le es imposible no estar de rodillas ante algo. Su devoción, como la unanimidad de las devociones, es ciega e irracional. Pero... diferenciemos. Hay mujeres en quienes el fervor de adoración se halla auto-controlado por un finísimo sentido de la dignidad. No es posible, ante ellas, ni el más incierto asomo de grosería. Para ellas, sólo para ellas, y con una sutil intención espiritual, fue que el poeta dijo: “No la herirás ni con el pétalo de una rosa”. Frente a esta categoría femenina, hay otra más numerosa, más general. Ignora la fineza y desprecia la sensibilidad. Posee un concepto invertido de la dignidad. A pesar del siglo XX –ha dicho cierto escritora– sigue siendo esclava. El tipo extremo de esta clase lo constituyen aquellas hembras, mucho más abundante de lo que se piensa, que valorizan el amor según su contenido de violencia y de despotismo. O muy degeneradas, o muy retardadas en la evolución, viven hechas un ovillo ante quien sea capaz de brutalizarlas. Su Dios es la animalidad en furia. A tal género pertenece la Humanidad. Por eso se entrega, sacudida de gozosos escalofríos, a la sádica sensualidad de los tiranos. Por eso, cuando su carne y su espíritu han sido pisoteados y envilecidos, aún se arrastra para besar la bota, roja de su sangre. Fenómeno tan viejo como la historia, se repite actualmente con los mismos abyectos caracteres de hace cuatro mil años. Sólo los hombres han cambiado. El ídolo de antaño pudo llamarse Chingis-Kan; el de hoy se llama Benito Mussolini. Hay, sin embargo, una diferencia entre la Humanidad que se doblegó a aquel y la que se prosterna ante el jefe del fascismo. La antigua era virgen e ingenua: adoraba desnudamente la fuerza dominadora. La de hoy es vieja e hipócrita. Intentando quizá una adelantada justificación ante la posteridad, adorna a sus fetiches con galas intelectuales, con dones morales. Les llama genios; los eleva a super-hombres. Es lo que ha hecho con Mussolini. Entre tanto, ¿cuál es la obra del premier itálico? Imaginamos que a nadie se le ocurrirá llamar obra a los gestos, ni atribuir al dictador aquello que, iniciado por gobiernos anteriores, ha continuado en el actual su lógico desenvolvimiento. La labor de Mussolini se resume siempre en frases generales. Se habla de la “solución de los problemas exteriores”; del “mejoramiento de la economía nacional”; “de la pacificación interna”. Bien. Analicemos.

PROBLEMAS INTERNACIONALES

Las soluciones dadas por Mussolini a los problemas exteriores deben recibir otro nombre. En puridad, no puede considerarse solución lo que, directa o indirectamente constituye una imposición de fuerza. En efecto, ¿qué nos enseña la historia sobre las consecuencias de tal clase de soluciones? Para responder, no hay necesidad de mirar muy atrás en el tiempo. Basta con recordar a la potente Alemania apoderándose, – y no sin apoyarse en razones étnicas y en el llamado “derecho” internacional– de Alsacia y Lorena. La agotada Francia del año setenta no pedía resistirse. Y el pueblo alemán, seguramente juzgó genial y definitivo el zarpazo del “canciller de hierro”. Ha sido suficiente media centuria para demostrar que la “razón de la fuerza”, no es la última razón; y que en la vida de las naciones mejor que en la de los individuos, llega inexorablemente un momento en que prevalece la justicia. Lo espantosamente terrible es que los hombres pasan y los pueblos quedan; y en ellos se cumple la maldición bíblica: los hijos inocentes pagan la culpa de los padres.

PROBLEMAS ECONOMICOS

–“Con Mussolini– observan los comerciantes– la lira ha aumentado de valor”. Acordado. Pero aparte de que– como ya se manifestara en el Senado Italiano– la reacción económica se inició antes del arribo de Mussolini, es preciso anotar que el “cambio” no tiene ninguna relación esencial con el bienestar del pueblo. La oscilación de la moneda es un fenómeno que señala el estado del intercambio comercial entre capitalistas, o sea entre intermediarios. Las industrias, la agricultura, la minería, la banca, son de “tal o cual país” sólo en el nombre. En la realidad pertenecen a particulares totalmente desvinculados en cuanto capitalistas de la nación bajo cuyo patrocinio se cobijan. Compruébase esta con echar una ojeada a cualquier país. Tomemos el de la moneda más robusta: Estados Unidos. En la enorme República del Norte, con su dólar resplandeciente y sonoro, con sus fenomenales industrias, con su Banco, acreedor de todos los gobiernos del mundo, las condiciones generales del pueblo productor son similares a la de cualquier República indo-latina, con moneda de cinco peniques. Allá como aquí, la competencia y el exceso de brazos, lanzan al hombre contra el hombre y dan origen al descenso de los salarios. Allá como aquí el obrero aprende, a pesar de su corazón y de su voluntad, qué cosas son el frío y el hambre y la desesperación. El magnifico “cambio” norteamericano no ha impedido que en el solo Estado de Nueva York pululen millones de desocupados, sin contar a aquellos que trabajan todo el día por un plato de comida. Y es lógico; como indicábamos más arriba, el cambio nada tiene que ver con las condiciones de vida del pueblo. Es únicamente una resultante del estado de relaciones financieras entre capitalistas, un índice del bienestar de los poseedores. Se comprende, entonces, con toda precisión, que una tiranía burguesa ayude y tonifique al cambio. Y se comprende también que esto signifique un paralelo aumento de penuria económica en la masa nacional (1). Bajo los tacones opresores, el pueblo deberá aceptar cualquier condición de trabajo. No podrá protestar; quedará en la situación de un animal de labor uncido a innoble yugo. La producción así obtenida será necesariamente barata. El capitalista podrá colocarla con facilidad y con ventaja. En consecuencia, el cambio subirá. Si hoy día fuese posible un pueblo de esclavos, regido por una casta de señores todopoderosos, no cabe duda que tal pueblo tendría el mejor cambio de la tierra. Distingamos, entonces, claramente, entre lo que el alza del cambio importa para la clase usufructuaria y lo que importa para la colectividad trabajadora de la Península. Y no olvidemos que aquella no es el país. Esto nos permitirá reducir la cuestión a sus contornos propios y valorizar en su exacta medida lo que el “mejoramiento” de la lira significa para el pueblo italiano.

PAZ Y ORDEN INTERIORES

Nos queda por considerar lo que se ha denominado la “pacificación interior” En verdad, tales palabras sólo pueden ser pronunciadas en un siglo amasado en cinismo, como el nuestro. No se nos oculta el absurdo que entrañaría el pedir la paz y el orden perfectos a un Estado burgués del siglo XX. Pero hay una paz y un orden relativos; los únicos actualmente posibles; los mismos a que se refiere Platón en su “República”, cuando dice “La templanza esparcida por todo el cuerpo del Estado, establece entre las clases más poderosas, las más débiles e intermedias, un acuerdo perfecto respecto a la prudencia, a la fuerza, al número, a las riquezas o a cualquier otra cosa”. ¿Podría sostenerse sin descaro, que tales o parecidas normas rigen las relaciones entre los diversos componentes del pueblo “pacificado” por Mussolini? El asesinato de Mateotti, que no es un hecho aislado ni extraordinario en la Italia fascista, puede darnos la respuesta. Sin embargo, se nos sigue hablando del “orden” y de la “paz” obsequiados por el ex-leader socialista a la tierra de los Césares y de los Papas! Nosotros sabemos lo que, en tiempos como el nuestro, valen tales palabras. Por eso, no hace mucho escribíamos: “¿Es que no gozaban del prestigio que ellas otorgan, el México de Porfirio Díaz y la putrefacta Rusia de los Czares? ¿Es que no usufructúa de dicho prestigio más de una mal oliente republiquita latino-americana? A pesar de ello, o mejor dicho, debido a ello, México aún no concluye de sangrarse, y Rusia hubo de pasar por el más cruento de los martirios”. A iguales causas deberán corresponder iguales efectos. Por eso en tanto que la Humanidad quema ante el ídolo su incienso de alabanzas, nuestra fraternal inquietud, empinándose sobre el tiempo, intenta columbrar el porvenir que la “pacificación” fascista depara al pueblo italiano. ... Y la perspectiva nos hace temblar.

AYER Y HOY

Talvez la superior y más reciente conquista de la civilización sea la tolerancia: el respeto al pensar y sentir ajenos. Pero, precisamente por ser la postrera y la más fina adquisición, es la primera en perderse. Cuando los individuos o las instituciones se tornan dogmáticos y tiránicos, es porque en sus espíritus se ha desmoronado la obra del último esfuerzo ascensional. Empieza entonces la vuelta a la barbarie. Ese retroceso, cuya magnitud no puede ser valorada de inmediato, se verifica, algunas veces, descubiertamente; otras veces se disimula con un ropaje de palabras pretenciosas y resonantes. El Destino, o la Casualidad, que suelen ser ironistas, hacen que, en ocasiones, los actos y el disfraz de los actos choquen tan absurdamente que se convierten en un sin sentido paradójico y risible. Así el fascismo y su pretendida justificación histórica; la pacificación interior de Italia. Cuando Mussolini y sus fascistas, apoyados por el gobierno, el ejército, el clero y la banca, atacan y derrotan al socialismo dividido y desorganizado, nada puede objetarse a su violencia. Se está en guerra, y la guerra es eso: “ojo por ojo”... Pero en seguida viene la “pacificación”. Entre una y otra, nosotros, después de una ardua búsqueda, sólo notamos esta diferencia: durante el período de lucha, la brutalidad se dirigía contra un enemigo que podía, aunque sólo fuese relativamente, oponer resistencia; durante el período llamado de paz y orden, la brutalidad, intensificada, se ejerce (con plena confianza de la impunidad) contra gentes indefensas y maniatadas. Se ha pretendido explicar el hecho arguyendo que el terrorismo fascista es obra de algunos extremistas exaltados. Una sola mirada dirigida a Italia convencerá al más miope de que tal explicación es inadmisible. En efecto, los acontecimientos demuestran que los asesinatos, los saqueos domiciliarios, las apaleaduras, los empastelamientos de imprentas, los secuestros, etc., etc. se llevan a cabo con el conocimiento, cuando no con la intervención de las autoridades, o constituyen una derivación natural de actos de despotismo y de atropello, realizados o predicados por Mussolini. La explicación debe, pues, buscarse en otra parte.

CAUSAS Y EFECTOS

El fascismo, órgano de la acción mussoliniana, nació en la descomposición hirviente de las trincheras. Y, a pesar del tiempo transcurrido, conserva, vivo, su sello de origen. Como todo cuanto surgiera de la hecatombe troglodita, el fascismo se fundamenta en instintos sub-humanos. Importa un retroceso hacia grados inferiores de la escala biológica. Su modo vital de manifestarse es la violencia. Ahora bien; el orientador, (por la palabra y el ejemplo), de las masas fascistas ha sido Mussolini. El jefe del “fascio” preparaba una ley electoral que le permitiese contar con el Parlamento aunque no contara con el electorado. ¿Qué hizo para conseguirlo? Concentró en Roma cincuenta mil “camisetas negras” y en seguida se dirigió al Congreso en un discurso cuyo sentido último era: “O me dais la ley que necesito, u os arrojo a las fieras”. Y obtuvo la ley; y con ella el poder absoluto. Cuanto ha sucedido después es una resultante de este primer acto de tiranía, y de los discursos en que el “premier” preconizaba el uso de la fuerza como solo argumento. A consecuencia de la “ley de elecciones”, la oposición quedó reducida a una minoría insignificante. Su única arma era la fiscalización. Pero ni aún ella ha podido ser empleada. Cada vez que en las Cámaras, un parlamentario critica o intenta criticar los actos del fascismo, se le convierte en blanco de salvajes represalias. El senador Bergamini, usando de un derecho inalienable y reconocido vota en contra del gobierno; y el acto basta para concitarle las furias fascistas, que ya antes asaltaran y destruyeran su domicilio. El conde Sforza denuncia en el Senado le vergüenza, única en la Historia, de que los crímenes políticos se fragüen en las antesalas ministeriales; y acaso para desmentir la acusación, el terrorismo negro le responde con una amenaza de muerte. El Diputado Forni ataca los procedimientos del “fascio”, y desde los mismos hombres que rodean a Mussolini, que constituyen su grupo de confianza, parten órdenes de asalto encabezadas por las palabras: “De acuerdo con las instrucciones procedentes del jefe del Gobierno y leader del fascismo”, etc., etc. El Diputado Matteoti va a leer en la Cámara unos documentos que comprometen gravemente a Mussolini y a su Ministro del Interior, y es despedazado a puñaladas la víspera del día señalado para la lectura. ¿Quiénes llevan a cabo el crimen? Individuos del círculo más cercano a Mussolini. ¿Quiénes lo encubren? (2). Miembros del gobierno, en cuyas oficinas se incuba; y de cuyas oficinas salen los pasaportes que facilitan la fuga de los hechores al extranjero. ¿Se pretende aún decirnos que todo esto es la obra aislada de unos cuántos exaltados? Si los hechos anotados, han llamado la atención consiguiendo poner un escalofrío de horror en el mundo civilizado, es solo porque las victimas son personalidades políticas descollantes; no porque el proceder de los victimarios constituya algo excepcional y reciente en la obra “pacificadora” del fascismo.

¿GOBIERNO?

La situación interna de Italia es tal, que ni siquiera en privado pueden manifestarse opiniones contrarias a Mussolini. Este, sigue jactándose de que no precisa el apoyo o el consentimiento popular, pues posee la fuerza. Como un postrero acto de desprecio a la conciencia del país, acaba de dictar un decreto que amordaza a la prensa. En adelante sólo se publicará lo que la policía ¡tan amplia, tan liberal! autorice. Gracias a tal sistema, podrá eliminarse a todos los senadores, diputados o concejales de oposición, sin que se enteren ni los miembros de su familia (3). ¿Puede darse a esto el nombre de gobierno? De buena gana responderíamos. Pero, como nuestra respuesta podría aparecer parcial, dejamos que conteste por nosotros un hombre de Iglesia, coetáneo de la Inquisición, puro e insospechable. En pleno siglo XVI, escribía el cardenal Caspare Contarini: “No se puede llamar gobierno al que está regido por la voluntad de hombres inclinados por la naturaleza al mal, e impulsados por innumerables pasiones. ¡Nó! Toda soberanía es una soberanía de la razón. Tiene por objeto conducir, por caminos de justicia, a todos aquellos que le están sometidos, a su justo fin: la felicidad. La propia autoridad del Papa es una autoridad de la razón. Un Papa debe también saber que ejerce esta autoridad sobre hombres libres. No debe a su arbitrio ordenar, prohibir o dispensar, sino únicamente según las reglas de la razón; de los divinos mandamientos y del amor. Estas reglas conducen todo a Dios y al bien común”. Si el admirable prelado resucitara, vería que los hombres no han progresado mucho; que hoy como ayer el pensamiento está agarrotado; y que hoy como ayer, sigue siendo actual el verso que su contemporáneo Miguel Ángel, esculpiera en el mármol de su “Noche” simbólica: “El sueño me es grato y más todavía al ser de piedra mientras duran el crimen y la vergüenza”.

GRANDEZA Y MEDIOCRIDAD

Para establecer la estatura espiritual de alguien, no basta una simple afirmación. Es indispensable una norma, un concepto de grandeza. Según el inglés Whethan, puerilmente glosado por Stoddard, la superioridad consiste en saber “convertir cinco escudos en diez”. Si aceptamos tal teoría, y según ella juzgamos a Mussolini, nos resulta incuestionable su derecho a ser considerado “grande hombre”. En efecto, pocos serán quienes en menos tiempo y con más ductilidad hayan cubierto el recorrido que media entre el estado de simple socialista (hambreado y perseguido como lo son casi todos) y la situación de primer ministro omnipotente de un gobierno burgués. Mas, se nos ocurre que a los fanáticos del dictador italiano no debe enorgullecerles el considerar a su ídolo desde un punto de vista stoddardiano. Tampoco a nosotros nos halaga el insistir en él. A pesar de todo, creemos oportuno recomendarlo a la reflexión de quienes sostienen que el socialismo es un negocio de los agitadores. ¡Cuántos de los que, por predicar su credo, viven sin pan y sin lecho, podrían refocilarse en la abundancia y en el poder con sólo tornar la espalda a su ideal! No escasearían, en seguida, manos para aplaudirlo, ni labios para proclamarlo “grande hombre”. ¡Grande hombre! Parafraseando a Ortega y Gasset se podría decir que sólo es grande quien enriquece el patrimonio común con el aporte de una realidad nueva y necesaria al humano perfeccionamiento. Pero para ser capaz de funciones creadoras es condición irredimible la de tener alas que permitan despegarse un poco del suelo y abarcar en una ojeada las fugitivas fronteras en que confinan y se compenetran el Presente y el Futuro. A esta aquilina actividad deberán oponerse siempre los disfrutadores del Hoy, para quienes el Porvenir asume invariablemente el perfil de una amenaza. De ahí que si se quiere salvar el ideal, vale decir, la vida del Mañana, sea imperativa la urgencia de superar el medio. La Historia– escribe Ingenieros en sus “Principios de Psicología”– es una infinita inquietud de perfecciones que grandes hombres presienten o simbolizan”. Y agrega: “Frente a ellos, el hombre mediocre se revela por una incapacidad de ideales”. Ya hemos manifestado que el ideal consiste en el profético don de anticiparse al tiempo. Para que tal anticipación no importe un error, es imprescindible que reúna los caracteres de una hipótesis lógica cuyas premisas surgen poderosamente de la experiencia. Todos los hombres verdaderamente superiores de que hay memoria, fueron lógicos y videntes: adelantaron soluciones inevitables a problemas esenciales. Así Budha; así Jesús de Nazaret.

EL PROBLEMA DE HOY

La Humanidad se retuerce en uno de esos periodos de transición, de los que su estupidez e inmoralidad no han sabido salir sino por el macabro sendero de las revoluciones. El capitalismo ha entrado en el período de descomposición. Su mismo desarrollo lo va empujando a la impotencia. Ningún sistema de relaciones económicas basado en sus postulados puede satisfacer las necesidades de la colectividad. Sus días están señalados. Deberá morir. Nada ni nadie podrá evitar esto. Para ello habría que detener el progreso, lo cual equivale al imposible de pretender inmovilizar la vida. Muerte del capitalismo y establecimiento del socialismo son dos aspectos correlativos de un solo fenómeno, tan natural e ineludible, como lo fueran la abolición de la esclavitud, el derrumbe del feudalismo y el advenimiento de la democracia. Las teoría socialistas pueden, si se desea, tacharse de absurdas; puede negarse su necesidad, puede afirmarse su imposibilidad, como se afirmaba la imposibilidad de un mundo sin esclavos o sin siervos. Todo eso, y más, puede hacerse; menos impedir su llegada. Para convencerse de ello, basta enfocar sin prejuicios y con los ojos limpios de mezquindad, el problema de la producción y el consumo, y meditar, en seguida, algunos instantes. ¿Qué hará en esta febril hora de pesadilla y de ansiedad el hombre verdaderamente superior? Hundirá las pupilas más allá del horizonte momentáneo, y buscará, hasta encontrarla, la fórmula que le permita ingresar en el Futuro con un mínimum de tragedia. Gobernante, aplicará esta fórmula a la evolución de las instituciones, a su transformación gradual. Acortará, hora a hora, la distancia entre lo actual y lo próximo. Y así, si a pesar de su empeño, llega un momento, en que la violencia sea inevitable, su obra será infinitamente más breve y menos dolorosa. Lo que esto significa, podrán no entenderlo los retóricos de la sociología, pero lo sentirán en la raíz de su ser todas las madres que pudieron haber visto asesinar a sus hijos; todos los hijos que pudieron probar el sabor a cenizas de la orfandad; todos aquellos hombres y mujeres que, gracias al vidente; se evitaron la terrible experiencia de una vida rota y sin sentido. Elaborar la arquitectura del Porvenir, disminuyendo a los mortales las horas de calvario; he aquí la única obra posible para un gobernante “grande hombre”. A la inversa, el “hombre mediocre” demasiado diminuto para avizorar el Mañana, vive en el Presente y para el Presente. Entre él y los forjadores de Futuro toda inteligencia es imposible. Se rechazan como el día y la noche. Cuando el hombre mediocre se adueña de la fuerza, el idealista pasa a ser un candidato permanente al suplicio. La lucha del sacerdocio judío contra Cristo se renueva entonces, todos los días; es la lucha entre la satisfacción de los instintos inmediatos y el impulso naciente de las alas; entre lo que es y lo que debiera ser.

AUDACIA Y... AUDACIA

Benito Mussolini tuvo ocasión y tiempo para darse cuenta, como nadie, de la enorme diferencia que separa el derroche de genio, de tenacidad y de heroísmo requeridos para crear una sociedad nueva, y la economía de todas esas difíciles virtudes que significa el mantenimiento de la ya existente. Y optó por el menor esfuerzo. Aún así pudo imprimir a su gobierno una orientación evolutiva. Pero ello le habría acarreado la defección de las fuerzas conservadoras y plutocráticas. Para sobreponerse a tal situación se precisaba ser algo más que actor; era indispensable poseer genio; ser, en verdad, un hombre superior. La prueba demostró que Mussolini es, precisamente, todo lo contrario: un hombre mediocre. El Destino le ha entregado la fuerza; y ha usado y abusado de la fuerza. Con ella ha ahogado en sangre, lo único verdaderamente noble que posee el hombre: el pensamiento. Lo que no puede negarse a Mussolini, es la audacia. Pero su posesión no significa una superioridad. La mediocridad es atrevida a la manera de la ignorancia. La inteligencia suele ser osada. Mas, entre la audacia del mediocre y la del hombre excelso, existe una ancha diferencia de calidad. El primero pondrá en ella su inconfundible marca plebeya. Si triunfa, la altura lo embriagará, Beodo de omnipotencia, sólo atinará a hacerla sentir groseramente. Será un tirano, y nada más. El segundo, alto de espíritu, respirará en las cumbres su atmósfera habitual. Conservará en ellas, igual que en el camino que lleva a ellas, la mesura y el equilibrio. Dejará en las cimas, como dejara en cualquier sitio, la clara huella de fina estirpe. Para apreciar la desigualdad entre la audacia del hombre mediocre y la audacia del gran hombre, basta comparar a Mussolini, amparado por la violencia y por el crimen, oprimiendo al indefenso pueblo de Italia, con Mahatna Gandi, el sereno apóstol hindú, solo y desarmado ante la colosal Inglaterra. Fuerte con la divina fortaleza del espíritu, no tiene en torno suyo, ni armas ni histriónico aparato. Y no obstante, su poder es tal, que bastaría una seña de sus estilizados dedos para paralizar la vida de la India, y arruinar a Gran Bretaña. La audacia sólo ha servido a Mussolini para imponer en su país, el anacrónico imperio de la fuerza bruta. Será ingenuo creer que esto pueda perdurar en la tierra luminosa donde Miguel Ángel, Leonardo y el Dante vivieron y crearon soñando en la libertad. Y no perdurará. Sobre el muro de tinieblas del momento, la mano del Destino ha trazado ya las palabras que anuncian el advenimiento de la justicia.

FERNANDO G. OLDINI

(1) La mejor demostración de lo dicho está en las palabras con que Giolitti comentaba las últimas amenazas de Mussolini: “Si nos arrestara, manifestó el viejo político, no se solucionaría el problema del alto costo de la vida, que resulta ya insoportable bajo el gobierno fascista”. (2) En el “memorial Rossi”, recientemente publicado, se establece claramente la responsabilidad personal de Mussolini en los crímenes y violencias fascistas. (3) Ha bastado que un diario publicara el “memorial Rossi” para que en toda Italia se secuestraran los periódicos de oposición, cosa innecesaria, ya que la mayor parte de ellos habían sido asaltados y empastelados por los fascistas.