COMENTANDO

MÚSICA ITALIANA

En “Claridad”, del último Mayo 13, aparece un artículo sobre música italiana, firmado por un señor Ich Grole Nich. Lo he leído con detenimiento una, dos y tres veces, llegando a la conclusión de que para el autor del artículo en cuestión, la música italiana es mala y todos los autores italianos pésimos. Siempre me ha preocupado vivamente todo lo que se diga sobre este punto, porque me parece que ello está íntimamente relacionado con la idea que tengo, idea personal, se entiende, sobre la belleza o bondad de un trozo o escuela musical. Para mí no existe música buena o música mala. Todas las músicas son buenas o malas, según sea el gusto o las aficiones del espectador que las escucha. Por esto, la forma cómo el autor del artículo aparecido en “Claridad”, ataca la música italiana, no me parece correcta, ni me parece, además, una opinión bastante seria para ser tomada en consideración. Se me objetará que no conozco al verdadero autor del artículo, y por lo tanto no estoy al cabo de saber si podrá ser una opinión versada sobre la materia. Es verdad que no conozco a este crítico de oscuro y dudoso origen, pero si fuera una opinión realmente autorizada, no habría escrito un artículo de esta clase. Porque, veamos: ¿cuáles son los argumentos que nos expone este señor, para probarnos y llevarnos al convencimiento de que realmente la música italiana es mala? Examino nuevamente su artículo de punta a cabo y no encuentro en él un solo juicio crítico que ofrezca cierta base de solidez. Nada de lo que allí es dicho, nos convence de que el autor sea un músico, o, a lo menos, entienda algo en esta rama del arte. Desde luego, empieza cometiendo un grave error, al mezclar en un artículo de este género el “caldo de cabeza”, el “bisteque a lo pobre”, y la “Ñata Inés” y otras cuantas tonterías. Parece que, según el criterio suyo, basta que en una cantina, cuya dueña es una tal Ñata Inés, se toque música italiana, para que se pueda afirmar, sin temor a ser desmentido, que la música italiana es mala. Con esta forma de apreciar las cosas, el autor del artículo que me preocupa, parece olvidarse, si es que realmente alguna vez lo ha sabido, que una infinidad de motivos desarrollados en sus partituras por los más grandes músicos clásicos, han salido precisamente de las cantinas, de los campos, de las calles, es decir, están basados en motivos populares nacidos entre esa gente sencilla, cuyo buen gusto él parece despreciar. ¿O es que, acaso, porque la gente que frecuenta esas cantinas, esas calles, esos campos, por ser individuos pobres, sin una educación esmerada, no puede tener por naturaleza el don de sentir en toda su intensidad la verdadera belleza de una sencilla melodía, o bien, conmoverse ante la vista de una pintura que no pertenezca al futurismo? Nó, señor; para que una música sea buena, para que pueda ser clasificada como bella, es necesario que esté sobrecargada de efectos de armonía, en que muchas veces, más que el sentimiento natural del autor, entra el producto artificial de años y años de fatigosos estudios. Los montañeses escoceses jamás se tomaron el trabajo de estudiar la teoría de la música y, sin embargo, con sus canciones llenas de sencillez y buen gusto, dieron motivo para que un músico famoso, cuyo nombre siento realmente no recordar, se conmoviera hondamente ante la tristeza contenida en esas melodías absolutamente desprovistas de todo tecnicismo, copiara sus motivos sobre la pauta, y los llevara a Alemania, en donde, al ser conocidos, hicieron un verdadero furor. El gran violinista Sarasate, que en sus tiempos –y aun hoy– era considerado como un ídolo de la música, obtuvo sus mejores triunfos y sus más colosales ovaciones, cuando interpretaba los aires populares de su tierra natal. Esto demuestra que para sentir o apreciar la belleza donde ésta realmente existe, no es necesario haber hecho estudios especiales, ni pertenecer a ése grupo escogido que pretende imponer su gusto a toda costa. Existen ciertos sentimientos en el hombre que son producto exclusivo de la naturaleza; el estudio o la dedicación, podrá pulirlos un poco si se quiere, pero nunca crearlos cuando no se tienen. Este conjunto de circunstancias me ha llevado al convencimiento de que el señor Ich ha sufrido una equivocación al creer que el hecho de tocarse música de Donizetti o de Verdi en tal o cual parte, baste para clasificar categóricamente ésta música como mala. El señor Ich se queja, además, de que Chile haya conocido únicamente música lírica italiana. Esto, indudablemente, es muy sensible, y me conduce, por otra parte, a creer que el señor Ich no ha oído hasta ahora una ópera alemana. De entre éstas, las que más se destacan, son las del gran Wagner, de ese pobre músico “que tuvo que afrontar una tenaz lucha contra el mal gusto italiano que pretendía suplantar a la noble tradición musical alemana”. Personalmente no quiero comentar este punto, pero me voy a permitir citar algunos fragmentos de correspondencia llegada de París y algunos conceptos que el sabio Tolstoy tenía sobre el particular: Uno de los fragmentos a los cuales aludo, es el siguiente: “..Un último fastidio, pero colosal, ha sido para mi “Tannhauser”. Dicen unos que la representación es debida a una de las convenciones secretas del Tratado de Villafranca; otros, que nos ha sido enviado Wagner para que admiremos a Berlioz. El hecho es que esto resulta prodigioso. Me parece que yo mañana podría escribir algo parecido inspirándome en mi gato cuando camina sobre el teclado del piano”. El gran escritor ruso, León Tolstoy, cita a la obra de Wagner como el modelo más perfecto de falsificación del arte. Y nos dice que asistió cierta vez a una representación de la segunda jornada de la “Trilogía” de este autor, cuya duración es de siete horas y que, según dicen los entendidos, es la mejor parte de toda la obra. ¿Cuál fue la impresión que le produjo la representación? Hela aquí: “...Todo esto es insoportable. De música, es decir, de un arte que nos transmita un sentimiento experimentado por el autor, no hay en ella ni trazas. Y añado que nunca pude imaginarme nada más antimusical. Es algo así como si se sintiera, indefinidamente, una esperanza de música seguida al punto de una decepción. Centenares de veces comienza algo musical, pero estos comienzos son tan cortos, están tan atestados de combinaciones de armonía, tan cargados de efectos de contraste, tan oscuros, terminan tan pronto, y lo que sucede en la escena es de una falsedad tan inverosímil; que cuesta trabajo percibir aquellos embriones musicales y mucho menos emocionarse. Y por encima de todo, desde el principio hasta el fin, la intención del autor es tan manifiesta, que no se ve ni se escucha a Sigfrido y los pájaros, sino a un alemán de ideas estrechas, un alemán desnudo de gusto y de estilo, y que, habiéndose formado una concepción grosera de la poesía, trabaja por transmitirnos su concepción por los medios más groseros y primitivos”............. “..Me resigné, sin embargo, a escuchar la escena siguiente, en la que aparecía el monstruo con el consabido acompañamiento de notas de bajo, entremezcladas con el leit-motiv de Sigfrido; pero después del combate con el monstruo, de los rugidos, los fuegos, las estocadas, etc., me fue imposible aguantar más tiempo, y me fui del teatro con un sentimiento de repulsión, que hoy día aún no puedo vencer ni olvidar...” Esta es la impresión que le produjo a León Tolstoy la representación de una obra del tan famoso Wagner. Y sin embargo, ¿podría decirse con justicia que Tolstoy es un ignorante? ¿Podría afirmarse con razón que Tolstoy no tenía la suficiente capacidad mental para saber distinguir la belleza o la bondad en cualquier obra de arte? Esto demuestra lo que son las ideas y lo que son los gustos, y nos lleva al convencimiento de que no existe una razón fundada que sirva de base al señor Ich para su declaración tan contundente y que resulta, además, ser un poco aventurado y muy exento de modestia, el declarar como malo todo aquello que no agrada a cierto núcleo de personas al cual él parece pertenecer. Yo, por mi parte, y muy confidencialmente, tengo la creencia de que si el señor Ich asistiera alguna vez a una representación de una Wagneriana, después de haber estado seis o siete horas escuchando, es muy posible que experimentara el mismo sentimiento de molestia y aburrimiento que experimentó Tolstoy; pero es probable, que, a diferencia de aquél, no tuviese la suficiente franqueza para confesar su desilusión, pues no ignora que “el permanecer indiferente o descontento ante aquella obra sería considerado como una prueba de inferioridad y falta de instrucción”. Sobre este asunto de belleza o de bondad, repito, todo es cuestión de gusto. A mí me gusta la música alemana, pero también me gusta la italiana. Ambas las considero buenas, porque me producen emociones iguales con distintos medios. Sin lugar a dudas no es posible comparar a Rossini con Beethoven, y esto no porque uno sea o no superior al otro, sino simplemente porque uno es totalmente distinto del otro. Ahora con relación a la actitud asumida por Beethoven, al no querer recibir la visita de Rossini, ¿sabe, el señor Ich, lo único que demuestra esa actitud? Un poco de mala educación, nada más... Esta es mi opinión.

ESPÁRTACUS.